Desde la Catedral conquense, aquella que iniciara Leonor de Plantagenet bajo la advocación de Santa María a finales del siglo XII, inicia su recorrido con ese crepuscular de luz incierta, la procesión del Santo Entierro. Todas y cada una de las 33 hermandades de nuestra Semana de Pasión tienen representación en ese largo hilo polícromo de capuces y túnicas hilvanando el cielo añil de la tarde. La Girola catedralicia advierte de su puesta en escena, ante luces y sombras de un espacio ideado para la celebración espiritual de un momento solemne. Es la segunda procesión del Silencio, ese silencio profundo y compungido por la muerte de Cristo. Los penitentes de la franciscana orden Tercera van tristes bajo sus capuces blancos, junto a la Cruz Desnuda.
Creo que en Cuenca todavía es más honda la tragedia cobrando su más profunda significación porque la ciudad lo permite y lo obliga. Ese intenso olor a incienso que inunda la atmósfera imperecedera de capillas, pilares y arcos, rodea la necesidad de sus nazarenos, pendientes todos de esa Cruz Desnuda con calavera a sus pies, calavera de Adán según la leyenda, Cruz desnuda de Jerusalén, de la orden franciscana, cruz que solo porta el Divino Sudario conservado en Milán. La comitiva de capuces, niños, mujeres, hermanos que forman esa herencia de los antiguos 'Heraldos de la Fama y de Armas', son el testimonio de vivencia en el llamado 'Sermón de la Soledad'.
El primer paso es la Cruz Desnuda de Jerusalén, de parda y sencilla túnica marrón, cordón franciscano que argumenta su fundación, integrada después de muchas dificultades en la Venerable Orden Terciaria de San Francisco, establecida en la parroquia de San Esteban. Suelen conformar muchos jóvenes esta cofradía y se muestran orgullosos por ser herederos de aquella juventud franciscana de los años veinte que se fundara en aquel lejano 1924. Su capuz blanco emblemado con la cruz de Jerusalén en rojo vivo.
Cruz desnuda
para abrir la Muerte.
Madero
frío
a la angustia
y al llanto.
Y aquí,
un sollozo
cosido por silencios.
Y allí, un sudario
al viento
en vida y llanto,
Tela de seda
raseada
con mortaja,
al poco saber
de la agonía.
Sube la cuesta,
que sólo
el gemido
de blasfemia
cabe en la herida
muda
de su ausencia.
Cruz desnuda
para cerrar la Muerte.
Tras ellos, el cuerpo inerte de Cristo. El yacente de Marco Pérez, que dicen inspirado en su homónimo de El Pardo, es portado por los Congregantes de Nuestra Señora de la Soledad y de la Cruz, al cual da guardia de honor el Cabildo de Caballeros y Escuderos de Cuenca. Esta es una de las múltiples imágenes que este gran escultor hiciera para Cuenca. De madera policromada tiene 180 cm de larga la talla y lleva la firma del artista en el suelo junto al brazo derecho. Es realmente una obra magnífica inspirada en los semejantes que realizase uno de los grandes imagineros castellanos del barroco español, Gregorio Fernández. Sin embargo, criticada como copia, sirvió para ocupar un merecido reconocimiento en nuestra imaginería más solmene, en ese cúmulo de imágenes que nos ofreciese en cuerpo y alma, el gran artista Luis Marco Pérez, durante su etapa en Valladolid.
La figura de Cristo muerto presenta el brazo derecho cruzado sobre el cuerpo. El puño deja ver de manera ininterrumpida la anatomía al contemplar la figura desde el lado derecho. Las piernas están ligeramente flexionadas, algo más a la izquierda. El rostro rezuma serenidad. Hay importante diferencia con el Cristo yacente de Carabanchel que hiciese en 1947 formando parte de un grupo imaginero que estuvo en la tumba de los Serrano para luego ir a esta localidad y procesionar. Es otro estilo, con su cabello cuidadosamente repartido, además de la anécdota de que el modelo a utilizar es agitanado con tez negruzca a lo judío, hecho que le hizo alcanzar el sobrenombre del 'gitano'.
Este paso fue costeado por la Diputación Provincial de Cuenca según acuerdo de 26 de noviembre de 1941; la hechura se concertó el 22 de enero del año siguiente en la cantidad de 15.000 pesetas, pagaderas en dos plazos de 7.500 pesetas cada uno a la firma del contrato y otro al entregar la pieza terminada, fijándose el plazo de entrega para el 31 de ese mismo marzo.
Más tarde sería cedido al Cabildo de Caballeros y Escuderos de Cuenca, siendo acompañado procesionalmente por la Congregación de Nuestra Señora de a Soledad y de la Cruz y Cristo Yacente, de orígenes medievales. El paso procesionaría, por vez primera, en 1943.
El Cabildo de Caballeros y Escuderos, o tal vez llamado en algunos textos, Caballeros del Santo Sepulcro y de la Soledad, que tiene su origen en aquellas Milicias urbanas nacidas en tiempo de Reconquista cristiana para nuestra ciudad como caballeros privilegiados del rey Alfonso VIII, nuestro conquistador de la ciudad y provincia, bien llamados Guisados de a caballo.
En el Fuero de Cuenca fueron creados con privilegios, llegando a ser una verdadera corporación de nobleza. Posee Bula otorgada por el papa Clemente VII en la que se dispone que organice y lleve a efecto la procesión del Santo Entierro y Pascua de Resurrección. Organizan la procesión desde el año 1885 y en sus estatutos de 1944 se establece el orden a seguir: antiguamente era la Guardia Civil a caballo y con uniforme de gala; luego los Heraldos de la Fama, llevando el del centro una cruz; después seguían los de Armas, llevando en medio de la enseña del Cabildo, bandera de damasco de seda de color negro con ese escudo grana con una cruz fileteada de oro con el sudario de plata, tres clavos de oro al pie y puesta la cruz sobre una montaña bordada en sedas de color tierra.
Después, en dos filas, los asilados de la Beneficencia con la Hermandad de San Vicente; seguidos, los miembros representativos de todas las hermandades y en medio, los hermanos mayores de las mismas; con velas encendidas iban los seminaristas con sus profesores; más tarde, el ilustre cabildo de sacerdotes de Santa Catalina, para finalizar con los canónigos de la Catedral.
Detrás niños, muchos niños que se colocaban, mientras a los lados se situaban los Caballeros Capitulares con el Prioste del mismo; un poco detrás, los Congregantes del Santo Sepulcro, bien rodeado de la guardia pretoriana y de la guardia civil, a pie. Era un ingente peregrinar de duelo, de sentimiento, de emoción. Los Evangelistas, las niñas Marta, Samaritana, Verónica y las tres Marías y tras ellas, la Virgen de la Soledad para finalizar con la presencia obligada de las autoridades. La talla de Nuestra Señora de la Soledad fue realizada en Camarena de la Sierra en el año 1959.
Solemnidad. Ahora, el tiempo ha dado forma y contenido a otra expresión. La evolución ha predeterminado cambios que le hacen mantener la solemnidad a pesar del proceso evolutivo. Reducido en boato, son los miembros del Cabildo catedralicio, luego los congregantes y las dos tallas, con un nazareno de cada una de las Cofradías y al final, las autoridades –que por costumbre moderna, completan una amplia representación en deseo y solemnidad–.
El uniforme de caballeros es levita-guerrera blanca; manto de igual color con vueltas y esbozo rojos; botones, hombreras y bocamangas dorados; venera en rojo, pantalón negro con galón de oro, cinto rojo con hebilla con la venera del Cabildo; se tocan con birreta romana de tres orejetas, con borla de color roji-negro. La venera es cruz flordelisada con un círculo central en rojo. Los guantes blancos o púrpura. Son los hombres de la toga y el foro los que integran en su mayoría esta Maestranza, que abre paso a la imagen serena y patética del Cristo Yacente.
Finaliza la procesión con Nuestra Señora de la Soledad y de la Cruz, también portada por los congregantes de negra túnica; capuz, cordón y guantes blancos, con la venera en rojo sobre pecho. Cierra este majestuoso desfile el Prelado de la Diócesis acompañado por el Cabildo catedralicio, autoridades y Junta de Cofradías.
El negro guión dibuja vuelos siniestros como diría José Miguel Carretero, ante los ocultos rostros de los Congregantes. Una emoción intensa contrae los semblantes cuando pasa este Cristo Yacente porque Jesús ha muerto. A ambos lados, guardias civiles con el fusil a la funerala le honran en un silencio total con ese llamear de los cuatro hachones. Y, de pronto, trueno al aire con ese Miserere y esa angustia que se ahonda.
Virtuosismo musical. Ese Miserere como adagio iluminado y hecho para Cuenca, un sonido al viento que quizás hiciera aquel Pradas en un rincón catedralicio apoyado en su virtuosismo musical de las esferas. Como dije en mi pregón: «Ese canto incesante y repetido que hace estremecer las piedras milenarias; que cae como torrente por las empinadas cuestas, por las ovilladas callejas de la ciudad y que se precipita, allá abajo, para que los ríos lo recojan en sus aguas, y en ellas, lo envuelvan, y con ellas lo lleven a través de media España camino del mar».
Latente, si cabe misteriosa, profunda, solemne, inmensa, serena, luminosa, real, se desliza por las calles de nuestra Cuenca, la que clama al cielo su peregrinar, su dolor incandescente por la Muerte del Señor, en pasión contenida que hace vibrar hasta las piedras del Calvario. Las hoces de nuestra ciudad levítica se agrietan al compás de su paso y de su llanto. ¡No hay otra Semana Santa más castellana, más profunda y más vertical en su recorrido, pues de abajo a arriba y desde arriba, cumbre solemne, hacia abajo! Todo en un todo.