Si alguna vez esta ciudad aspira –digo si aspira de verdad, no de boquilla y a desgana– a ser capital cultural de algo, podría o debería plantearse, entre sus objetivos directos, alcanzables a corto plazo, sin especiales esfuerzos, tener una Casa de las Letras (y eso incluye a los escritores y a los libros), un ámbito de sosiego, documentación y lectura en que, al amparo de un nombre representativo (Federico Muelas, por ejemplo) estuvieran recogidos objetos, recuerdos o ejemplares alusivos a ese ámbito. Con esa idea se diseñó, en un tiempo de ilusos proyectos, el denominado Jardín de los Poetas, mediante la rehabilitación y dedicación a esos fines de lo que quedaba de la iglesia de San Gil. La fiesta de las letras duró un solo día, una jacarandosa reunión de escritores en torno a la figura de Luis Astrana Marín, que ejercía esa noche como patrón máximo del colectivo. Fue un soplo, un estallido animoso, flor de un día. Luego, el silencio, el olvido. Ahora se van a reanudar las obras para intentar concluir la rehabilitación definitiva de lo que queda de aquella antigua iglesia de San Gil, pero no estoy nada seguro de que cuando se vayan los albañiles a alguien se le ocurra recuperar la ensoñación literaria que se escenificó una noche septembrina de 1956.
Hace ya mucho tiempo que las casas de los artistas en general y escritores en particular empezaron a convertirse en puntos de interés turístico. Podría ser optimista y decir que, primero, se suscitó un amplio interés cultural en el seno de las ciudades en que se encuentran, pero no hay que pasarse de la raya: ese ha sido siempre un interés mínimo, de manera que dejemos al turismo el desarrollo de esa curiosidad por saber cómo vivían gentes a las que no conocieron pero dejaron tras de sí un amplio rastro gracias a su obra. Así se fueron organizando, montando, reconstruyendo, las casas donde vivieron y trabajaron los nombres más ilustres de la creatividad nacional y por ello tenemos a nuestra disposición las casas de Cervantes y Lope en Madrid, vecinos ambos del hermoso y sugerente barrio de las Letras; la casona de Rosalía de Castro en Padrón y el palacio de Emilia Pardo Bazán en las húmedas tierras gallegas, donde también está la Casa-Museo de Camilo José Cela; la casa y despacho de Unamuno en Salamanca; la casa-museo de Alberti en El Puerto de Santa María; la ruta de García Lorca en Fuente Vaqueros y la Huerta de San Vicente, en la sugerente Granada; las referencias visuales a Torrente Ballester en Santiago de Compostela; la casa natal de Cervantes en Alcalá de Henares; la dedicada a Zorrilla en Valladolid o a Miguel Hernández en Orihuela. En el escritorio de Pío Baroja en Vera de Bidasoa están sus sellos, sus tarjetas, sus plumas, como esperando que el escritor vuelva en cualquier momento a reanudar su minuciosa tarea de contador de historias.
Y si ampliamos el espacio y salimos de las letras para entrar en otras artes, podemos recordar la casa de Victorio Macho en Toledo o la de Salvador Dalí en Cadaqués; o el hermoso palacete desde el que Blasco Ibáñez contemplaba todos los días las olas del Mediterráneo, hoy inmerso en el barullo de la playa de la Malvarrosa; la casa de Benlliure, cerca del moderno IVAM, en la muy activa y cultural Valencia de nuestros días; por no hablar del espacio residencial de Joaquín Sorolla, en pleno centro de Madrid. Y si no son casas reales, se recrean. Por eso, La Celestina tiene su hogar, ficticio pero cierto y asequible, en Toledo.
Así podríamos llegar hasta el infinito, tantas son las referencias, las citas, los puntos de encuentro. Y díganme ustedes, por qué en la muy culta (de boquilla) ciudad de Cuenca no hay un elemento de referencia similar a los citados. Pero sí podemos señalar con el dedo, acusador y crítico, lo contrario. Porque ante nuestras mismas narices se hunden, se desmoronan, caen bajo el cruel martillo de la desidia, el abandono y el olvido, el hocino que fue de Federico Muelas, tanto tiempo banderín de referencia para la cultura (las letras) en Cuenca, lo mismo que sucede con las dos fincas de los Sánchez Vera, la Casa Colorada en la misma hoz del Huécar y la casa familiar, en la calle de los Tintes. Así, amigos, van las cosas en Cuenca, sin remedio aparente. Ni se hace una casa-museo de nadie ni se conservan en pie los restos de las que fueron viviendas de hombres ilustres.
Esa es, pues, una asignatura pendiente, otra más, que daría mucho juego a los guías turísticos que recorren incansables las calles de nuestra ciudad contando las maravillar del arte y la arquitectura o escenificando encantadoras leyendas medievales, pero a los que falta ese soporte, el del señalar con el dedo alguna vivienda alusiva al pasado literario de esta ciudad. Ahora se va a poner término al larguísimo proceso de recuperación de la Torre de San Gil y el Jardín de los Poetas. Parece, al menos en teoría, una buena oportunidad para que esta idea, inconcreta y difusa, pueda encontrar una vía hacia la realidad, incluyendo, desde luego, la implantación de la Biblioteca Municipal que el casco antiguo no tiene. Por soñar que no quede.