Fue, creo recordar, en Plasencia, en una gasolinera, hacia 1970, cuando un día asistí a la humilde escena de un joven que, entre servicio y servicio, leía un libro. No se trataba de una novela de aventuras o entretenimiento, sino, como bien pude constatar mientras me llenaba el depósito de mi lambretta, de una obra filosófica: nada menos que la República de Platón. Aquello fue como una revelacíón para mí y para el amigo que me acompañaba. España se podía salvar nada más que hubiera una docena de lectores como ése.
Habrían de transcurrir por lo menos diez años –en plena época del "Seiscientos" – para vivir una experiencia semejante. Recuerdo, con toda precisión, que tuvo lugar en otra gasolinera, ubicada en un pueblito cerca del puerto del Escudo, Espinosa de los Monteros. El encargado del servicio era un hombre delgado y canijo, cercano a los cuarenta. Lo sorprendente en su caso es que andaba enfrascado en la Ética de Spinoza. Cuando me disponía a pagarle, recordando la escena vivida en Plasencia, donde, ora por timidez, ora por respeto, no me atreví a hacer el más leve comentario, le dije: "Hermoso libro, ¿verdad?". A lo que él, frunciendo ligeramente el ceño y rascándose la cabeza, respondió: "La verdad; no lo sé… Y mire que lo intento". Y, ante mi gesto de desconcierto, mi interlocutor añadió: "Ha sido cosa de la bibliotecaria, que se empeña en que leamos a este autor, originario de este pueblo, antiguo judío sefardí: Baruch Spinoza, expulsado de España por los Reyes Católicos". Cuando nos alejábamos, vimos cómo alzaba el botijo y se enfrascaba de nuevo en la Ética de aquel filósofo admirable, que un día salió de aquel lugar rumbo a La Haya.
De nuevo me acordé de la cita de los "justos". Con una docena de hombres así, España podría salvarse. De entonces acá han pasado varias décadas. Los planes de estudio se han sucedido a peor. Y yo, de cuando en cuando, viniera o no a cuento, les hablaba a mis alumnos de aquellos dos seres perdidos en los altos páramos, imbuidos en la filosofía de Platón y Spinoza, ¿qué sería de ellos? No sé si alcanzarían el estadio de la sabiduría, pero, lo que es seguro es que no se habrían aburrido demasiado en su vida. Entonces y ahora, recuerdo y repito la frase de Montesquieu cuando decía: "No hay sinsabor ni amargura ni desdén que un par de horas de lectura diaria no me hayan ayudado a vencerlos".
Y viene todo esto a colación porque, hará cosa de quince días, me atendió en la peluquería un joven, hábil con la tijera, amable y cortés. Me contó que procedía de Quintanar del Rey y que se había instalado en Albacete con el lógico afán de salir adelante. Hablamos de esto y de aquello, y, en un momento determinado le pregunté si le gustaba leer. Él, sin dudarlo, me dijo que tan sólo leía algún que otro libro de autoayuda. Y fue entonces cuando salieron Don Quijote y Sancho, y él, con toda la naturalidad del mundo, me preguntó quiénes eran esos dos caballeros. Un tanto mosqueado le pregunté si se estaba quedando conmigo, hasta que me convencí que era cierto lo que decía. Reconozco que me quedé de una pieza. Ni uno sólo de sus maestros le había mencionado al inmortal manchego ni a su escudero; o bien el alumno había faltado a clase el día de marras. Aquello me dio qué pensar. Algo muy grave está ocurriendo en nuestro país. Pensé en Esparta (ese afán de los jóvenes por los gimnasios, la estética, el vigor y la belleza del cuerpo. Cosa que me parece perfecta siempre que se combine con Atenas y el pensamiento ateniense). Y de repente me vinieron aquellas lejanas imágenes del pasado, y le dije a mi joven peluquero, con el máximo de naturalidad, si se prestaría a leer un ejemplar de Cervantes convenientemente simplificado. Y él, un tanto del color de la grana, afirmó con la cabeza varias veces… Todo sea por seguir enderezando entuertos.