Un confuso panorama envuelve al turismo

José Luis Muñoz
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Un confuso panorama envuelve al turismo - Foto: Reyes Martinez

Los seres humanos tenemos una enorme capacidad para enredarlo todo, incluso las cosas más obvias y eso a pesar de la manía regulatoria que invade todo el proceso administrativo, de manera que casi no se puede dar un paso sin que aparezca una norma, un decreto, una señal de prohibición y otra de obligación, una tasa o un reglamento. Y sin embargo, en algo que parece tener una considerable importancia, el turismo, se extiende por todas partes una especie de desconcierto generalizado sobre qué se debe hacer y cómo actuar para que las cosas discurran con moderada satisfacción.

El turismo es un invento moderno. Durante miles de años, las gentes han viajado por obligación o necesidad, para comerciar o hacer la guerra. Incluso un hecho tan llamativo como el nacimiento de Jesús, no en su ciudad, Nazaret sino en otra diferente,  Belén estuvo motivado por la obligación que tuvieron sus padres de desplazarse para cumplir la orden de empadronamiento que había emitido el gobernador romano, Cirenio, tal como lo cuenta el evangelista Lucas: «Y José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta». Durante todo ese largo periodo de tiempo, solo algunos osados hicieron viajes por placer y curiosidad, ayudando al resto del mundo, sedentario en sus lugares de residencia, a ensanchar los conocimientos colectivos y en ese apartado se incluyen nombres de memorable recuerdo, desde Ulises y Don Quijote hasta Marco Polo o Lawrence.

Todo eso cambió (o empezó a cambiar) cuando el ingenio humano, que no descansa de inventar cosas, en su mayoría de evidente utilidad, fue descubriendo sucesivos sistemas de transporte colectivo que podían facilitar los desplazamientos, hasta entonces ciertamente fatigosos, lo que se completó con el desarrollo de una de las más interesantes cualidades que encierra nuestra naturaleza corporal, la curiosidad, el interés por saber y conocer qué hay al otro lado, más allá de nuestro limitado horizonte cotidiano. La potencialidad del turismo está directamente vinculada al desarrollo del ferrocarril, el más democrático y popular de los inventos técnicos, al que se unió en pocos años la llegada del automóvil y esa manera viajar se pudo poner al alcance de casi todo el mundo, lo que de paso, y por pura consecuencia lógica, llevó consigo el desarrollo de un amplio equipamiento de alojamientos residenciales.

El turismo es ya, en nuestro tiempo, una poderosísima industria, especialmente en países como España que en un par décadas se ha convertido en una de las principales potencias del sector. Hasta ahora parecía que este desarrollo podía continuar sin especiales problemas, a satisfacción de todos, pero está ocurriendo en gran parte del mundo, y ya nos llega también aquí, una reacción inversa, porque la absoluta libertad imperante está produciendo efectos adversos en un segmento que nadie había tenido en cuenta, el de los residentes habituales en los lugares turísticos, que se están viendo sencillamente desplazados o al menos estorbados por la turbamulta que los invade de continuo. Eso explica la creciente ola de rechazo hacia lo que empezó siendo un bien de interés económico general y se está convirtiendo en un malestar desagradable, acrecentado por el inesperado desarrollo de los alojamientos turísticos en viviendas convencionales, algo que empezó siendo una curiosa aportación y en poco tiempo es ya un fenómeno de amplia implantación, a lo que se une el acompañamiento indeseable de que muchos de esos pisos están actuando fuera de la ley.

Todo esto que aquí comento en plan generalista tiene una directa aplicación en la ciudad de Cuenca, que siempre ha sido potencialmente un lugar de interés turístico pero dentro de unos límites de cierta modestia, que ahora empiezan ya a ser desbordados y que ofrece algunos aspectos específicos: junto a los ya citados pisos turísticos, tanto legales como ilegales, un tráfico desbordado e incontrolable y una proliferación de terrazas abusivas, ayudan a diseñar un panorama muy cercano al caos en un espacio urbano de dimensiones muy limitadas y con un trazado interior ciertamente complicado. Ante esta situación, que se va ir complicando a medida que pase el tiempo (el verano ya está llamando a la puerta) la solución no debería ser la de no hacer nada y seguir contemplando las musarañas, pero parece que esa es la opción principal que baraja nuestro Ayuntamiento, cuya única idea conocida en los últimos tiempos es la de hacer de pago el hasta ahora aparcamiento gratuito situado en el castillo, torpeza que solo se puede entender por la voracidad recaudatoria que generalmente invade a todos los Ayuntamientos pero que en este caso carece de cualquier justificación sensata.

Los vecinos de los lugares turísticos quieren un mayor control del sistema, lo suficiente para garantizarles la vida cotidiana en condiciones de cierta comodidad. Los empresarios del sector están dispuestos a seguir creciendo de manera indefinida, abriendo bares y restaurantes allá donde haya un rincón disponible y colocando una terraza en cuanto aparezca libre un metro de calle. Cada vecino expulsado del barrio deja vacía una vivienda que de inmediato se pone en alquiler. Lo que está ocurriendo en Cuenca es solo un pálido y mínimo reflejo de lo que viene sucediendo en el mundo, con ejemplos tan llamativos como los de Venecia, París o Barcelona; ya que aquí parece que no hay ideas propias, sería bueno seguir con atención lo que se está haciendo en otros lugares y empezar a pensar que a lo mejor sería conveniente tomar algunas decisiones. Aparte la tontería del aparcamiento en el castillo, claro.