Miras hacia lo ocurrido esta semana y se te pone el pelo de punta mientras una lágrima asoma a tus ojos. Llevo tres días escribiendo cifras de muertos que se quedan inmediatamente obsoletas: un cadáver es algo difícil de digerir, más de cincuenta es por completo imposible, más de doscientos una tragedia inabarcable . Oteamos el horizonte ante este 2 de noviembre, día en el que honramos a nuestros difuntos, y pienso en que lo único con lo que podemos honrar a quienes perdieron la vida en Levante estos días horribles es reflexionando en lo que hemos hecho mal, dejándonos de exigencias de responsabilidades, de tirarnos cuerpos a la cabeza, un proceso vergonzoso que lo único que ha demostrado es que en este país, del que tan orgullosos quisiéramos sentirnos, no todo funciona bien. Por decir lo menos. Porque esta semana trágica, que ahora concluye con imágenes de lodo y desesperación, hemos perdido muchas, muchas cosas. Algunas no visibles ni tangibles. Y tengo que enumerarlas, hasta donde sea capaz.
Hemos perdido, lo primero, claro, las vidas humanas. Centenares, temo que se pueda decir. Cuando escribo aún buscan a un amigo mío, que figura en la larga nómina de los desaparecidos. Gentes tragadas por el lodo, que es una imaginación que estremece. La tristeza de los familiares, de los que han perdido sus enseres, sus casas endebles, construidas a veces en ramblas, secularmente olvidando que Levante es zona de alto riesgo de riadas: siempre los pobres, en estas calamidades, sufren más que los ricos. Y hemos perdido la fe en el Estado-providencia, en el puro funcionamiento de un país del que estábamos tan satisfechos. Abandonamos, quizá definitivamente, nuestra confianza en nuestros representantes, en la coordinación entre los poderes a distintas escalas -central, autonómico, local--, que, increíblemente, lo primero que hicieron fue pelearse a la hora de las recriminaciones. ¿Ha dejado de funcionar España?
En cierto modo, sí. Yo creo que hay heridas en el alma que tardarán mucho más en borrarse que el fango en las calles de los pueblos valencianos y castellano-manchegos. Conmociones morales que van a tardar mucho más en reconstruirse que los puentes derribados por el agua enfurecida.
No sé si estos días tremendos servirán para que quien tenga que reflexionar (en el fondo, todos nosotros) reflexione. Sí sé que seguí muy de cerca lo ocurrido en la tarde-noche del miércoles y en la mañana del jueves, cuando contemplé una de las escenas más tristes que recuerdo en mi vida de cronista parlamentario: cómo los grupos que sostienen al Gobierno consideraban más importante consolidar la 'toma' de la televisión pública que guardar el luto debido a esa lista de muertos que iba creciendo, como la riada. Así que también hemos perdido, si no lo habíamos hecho ya, el respeto hacia el funcionamiento de un Parlamento en el que ninguna voz de la mayoría gobernante se levantó para decir que aquello, el acto parlamentario que consolidaba la conquista política del medio público más importante, era una indignidad. ¿Cómo es posible que compañeros míos consintieran en ser nominados para un cargo en tales condiciones?
Esa misma mañana sabíamos de la irrupción de la Guardia Civil, por orden del Tribunal Supremo, en la Fiscalía general del Estado, para investigar presuntas culpas del titular de la institución. Y conocíamos el indulto de alguien que quizá, quizá, haya logrado el perdón a base de facilitar datos que puedan utilizarse políticamente contra el rival. Algún día, cuando haya tiempo y lugar para repasar lo ocurrido en tantas maniobras orquestales en la oscuridad, burócratas-topos grises actuando bajo la riada, sabremos más de todo eso. Supongo. La crónica paralela de lo actuado en las sombras en estos días pasados saldrá a la luz, y entonces se nos caerá la cara de vergüenza. Vuelvo a suponer.
Que no diré yo -o sí ,lo diré-- que el Gobierno central ha estado lento, pensando en otra cosa -la ocupación del poder por el mayor tiempo posible--, o que el gobierno autonómico haya sido más o menos diligente. O que algunos alcaldes parecían estar inicialmente ajenos a lo que se les venía encima. O que una cierta oposición, de nuevo, se ejerció sobre la ira inútil, no sobre la cooperación. Pero ¿de qué servirán ahora las guerras de culpables versus más culpables? La falta de previsión viene de muchos años atrás, porque nadie podrá decir que no ha habido otras danas, menos mal que ni por asomo tan dañinas, en la zona. Quizá ahora se actúe sobre estructuras, presupuestos y consejos de ministros. Y sobre las conciencias.
En España, el Estado es fuerte: hay infraestructura, hay unos militares preparados para cooperar en una catástrofe. Y hay fuerzas de protección civil, helicópteros, palas mecánicas, cobertura telefónica y digital en casi todos lados. Y mucha gente dispuesta a arrimar el hombro para ayudar a los demás. Así que lo que falla es la coordinación, el trabajo de quienes aspiran a representarnos, que piensan mucho más en los juegos de tronos que en el ciudadano común y corriente. Hay una patente degradación moral en nuestra política que, por supuesto, coopera a agravar las consecuencias de un desastre que no está en las manos del hombre evitar, pero sí prever y paliar.
Lloremos, sí, a nuestros muertos, que en estos momentos ni siquiera sabemos cuántos son definitivamente. Nunca día más adecuado para honrarlos, ironías del destino, que el que dedicamos a nuestros difuntos. Pero el sacrificio de tanta gente, tanto dolor, tiene que servir para gritar que así no, así no. Basta de tener más de lo mismo, esta vieja política, tan vieja como algunas infraestructuras. Y uno no cumpliría con el papel de un periodista si no lo repitiera un día más:¿qué tiene que pasar para empezar a limpiar tanto lodo moral, aún mucho más pegadizo, persistente y dañino que el que vemos en las imágenes de las calles valencianas?