Se va 2023, y ojalá sea para no volver. Pasará a la historia como uno de los años más tristes y preocupantes de la política española, que afecta por tanto al estado de ánimo de la población, consciente de que la deriva del Gobierno no lleva a nada bueno. Fundamentalmente, porque a nadie le gusta asumir la certeza de que el presidente es un hombre que miente, que engaña, que ha perdido la credibilidad que podía tener.
Ha incumplido sus compromisos, ha pactado con aquellos con los que dijo que nunca pactaría y ha aceptado exigencias de un prófugo de la Justicia después de anunciar su compromiso de entregarlo a los tribunales. Ha aceptado incluso reunirse con él en fecha aún no fijada, fuera del país, para evitar así su detención y que sea conducido ante un tribunal español.
2023 ha sido un año de elecciones autonómicas y municipales, y también de generales. Con un candidato que generaba fuertes expectativas, Alberto Núñez Feijóo, porque dio el salto a la política nacional con una buena experiencia de gestión en Galicia donde había sumado sucesivas mayorías absolutas, y porque, además, competía por el control del Gobierno con un Pedro Sánchez que, considerado el peor presidente que ha habido en democracia, llevaba meses acumulando un rechazo político y personal nunca visto hasta entonces en un mandatario español.
Las expectativas se cumplieron milimétricamente en el mes de mayo, con un triunfo del PP en las autonómicas y municipales que superaron todo lo previsto. Pero, tras la catástrofe de esas elecciones para el sanchismo, el líder socialista se confirmó como un experto en supervivencia, y convocó unos comicios generales casi inmediatos -los que permitía la ley en el espacio mínimo de tiempo- que cogieron desprevenido a Feijóo y a su partido, que no solo no supieron reaccionar al envite, sino que tampoco encontraron una respuesta eficaz con la que combatir la estrategia de la Moncloa: identificar a los populares con Vox.
Un buen experto en estrategia política -que no tiene el PP- habría solucionado el asunto con una simple llamada de teléfono: la de Feijóo, Gamarra o Tellado a cada uno de los presidentes regionales electos indicándoles que paralizaran cualquier tipo de acuerdo con los de Abascal hasta después de las generales. Resultado: el Partido Popular ganó las elecciones, pero el miedo generalizado a Vox -ultraderecha, ultraderecha, ultraderecha, repetían Sánchez y su equipo- impidió que sus escaños fueran suficientes para gobernar. Ni siquiera sumando los de Vox.
Acuerdos que hieren
Pedro Sánchez vio la oportunidad de oro de llegar a acuerdos con aquellos con los que juró jamás acordar nada. Y empezó entonces la tragedia -lo es para infinidad de españoles- de ver cómo el presidente del Ejecutivo llamaba a la puerta de partidos independentistas, herederos de ETA y un PNV que va de error en error, de decepción en decepción a sus votantes al asociarse con Sánchez para intentar así que un Bildu creciente les desplazara de la Lendakaritza. No conocen al líder socialista: apoya a quien le garantiza más escaños para seguir gobernando, sea cual sea su trayectoria. Y Bildu no solo tiene más escaños que el PNV sino que además mantiene excepcionales relaciones con Junts, lo que no pueden decir los jeltzales.
Con este panorama, Sánchez ha podido mantenerse a flote a cambio de prometer la amnistía a los catalanes condenados por el Supremo; asegura que no aceptará en cambio el referéndum, pero nadie cree en su palabra. Ha negociado con Bildu la Alcaldía de Pamplona, y los abertzales dicen que en el acuerdo entraba que se pondría en marcha el mecanismo que abrirá la puerta a la integración de Navarra en Euskal Herria, el País Vasco y el antiguo reino navarro -la vieja reivindicación de ETA- y que también ha prometido el apoyo socialista para que un miembro de Bildu se convierta en el gobernante de los vascos.
Más allá de los pactos que han convulsionado la política, en 2023 ha nacido una nueva formación, Sumar, con 15 partidos que se han reunido en torno a Yolanda Díaz. Sin excesivo éxito.
El resultado en las urnas no ha sido el esperado. A las pocas semanas, las tensiones con Podemos han terminado en ruptura y los morados se desgrajaron del grupo parlamentario al mismo tiempo que anunciaron lista propia en Galicia y en las elecciones europeas, previsiblemente encabezada por Irene Montero. La venganza de Pablo Iglesias contra Sánchez y Díaz, por muchas razones, pero sobre todo por despreciar a su mujer, es un plato que se sirve frío.
La vicepresidenta segunda no atraviesa su mejor momento: otros partidos menores de Sumar ya no se sienten vinculados con esa formación al no conseguir escaños. Estos días intenta desesperadamente encontrar candidato para la Presidencia de la Xunta, ha llamado a todas las puertas posibles, pero Yolanda Díaz no tiene buena entrada en Galicia; ha pertenecido a al menos cuatro partidos... y a los cuatro ha traicionado. También en este caso la venganza es un plato que se sirve frío.
Alberto Núñez Feijóo ha aprendido más en los meses transcurridos desde julio hasta final de año que en toda su trayectoria profesional. En primer lugar, que la política regional no es igual que la nacional, también que es fundamental contar con un equipo con experiencia nacional, nociones de estrategia y en el que tenga cabida alguien capaz de atacar sin piedad al adversario, pero que también haya cabida para dirigentes que, desde la moderación y el lenguaje contenido, sepan encontrar los puntos flacos del rival.
Sánchez, "tocado"
A Sánchez la amnistía le ha pasado factura, se ha comprobado en los comicios de marzo y también en los de julio, aunque el resultado de estos últimos fue mejor de lo esperado por el PSOE gracias a los fallos de la campaña del PP. Pero también le ha pasado factura su cercanía con Bildu, y la foto de Puigdemont con los dirigentes socialistas que el presidente del Gobierno envió a Bruselas para negociar con el prófugo... Con el que él mismo se sentará a negociar, ya en 2024.
En la UE, su prestigio ha flaqueado. Su asociación con el fugado ha llenado de estupor e indignación, ya que los eurodiputados españoles, incluidos los socialistas, se han dedicado a fondo a pedir que se levantara la inmunidad a Puigdemont para que fuera juzgado en España. Pero también afecta a su prestigio que las expectativas puestas en la Presidencia de turno española no han sido tan buenas como se esperaba.
En las últimas fechas, la imagen de Sánchez en Bruselas ha quedado muy «tocada». En el debate que protagonizó en Estrasburgo para informar al pleno del resultado de este medio año, no se ciñó al orden del día, sino que su intervención, con un tono desaforado en el que llegó a insultar al presidente del grupo parlamentario del PPE, Manfred Weber, cuando insinuó que su actitud era comparable a la de Hitler, provocó una auténtica conmoción. Incluso en su supuesta buena amiga Ursula von der Leyen, líder de la Comisión, del PPE como Weber y alemana como Weber.
El papel de la corona
No puede pasarse por alto el papel de la Monarquía durante este año.
Las alianzas del Gobierno con partidos que no solo se confiesan republicanos -ningún problema, siempre que respeten la Constitución, como ha ocurrido en mandatos anteriores- ha sido especialmente hiriente para la Corona por las faltas de respeto que han protagonizado esas formaciones, negándose a acudir a actos presididos por el rey o a participar en la ronda de consultas para formar un Ejecutivo. Pero sobre todo han sido escandalosas las faltas de respeto del propio presidente del Gobierno, incluso en público.
Felipe VI ha actuado con un autocontrol propio de quien desde que nació ha asumido que su destino le obligaba a anteponer sus responsabilidades con los españoles a cualquier reacción visceral con la que mostrar indignación. Además, es consciente de que en estos tiempos en los que los aliados del Gobierno tienen como principal motivo de actuación romper España, la Corona, es hoy el principal elemento de estabilidad. El jefe del Estado es quien más obligado está a defender el Estado. Precisamente porque ese es su papel, es creciente el gesto de distanciamiento de Pedro Sánchez hacia Don Felipe. Por no decir de animadversión.
El año no finaliza con un país exultante de optimismo y de esperanzas en el futuro. Todo lo contrario. Es más, millones de españoles aguantan el tirón con la convicción de que se ha tocado fondo y que lo que viene no puede ser peor.