Llevábamos tiempo viéndolo venir, y así lo vaticinamos más de una vez. Los padres de la Unión Europea tuvieron la intuición genial de construir, a este lado del Atlántico, un sólido bastión capaz de emular a las dos formidables potencias –los Estados Unidos y Rusia –, surgidas a mediados del siglo XIX y engrandecidas, la primera en 1918, cuando se decidieron a entrar en la Primera Guerra Mundial, después de múltiples reticencias, e inclinando en unos cuantos meses la balanza a favor de Inglaterra y sus aliados, y hundiendo la soberbia del Kaiser; la segunda, en 1945, cuando, luego de estar a punto de desaparecer, se rehizo tras Stalingrado, y, en un par de años, se plantó ante las puertas de Berlín.
Por primera vez, los grandes líderes europeos, en especial Churchill, se percataron de las dos bestias que habían cebado con sus terribles errores: la rivalidad y la ambición franco-alemana, y el desapego de Inglaterra, pendiente de su Imperio. Por un lado, aquellas colonias americanas, unidas tras la guerra de Secesión, en 1865: por otro la vieja Rusia de los zares, que, en 1661, permitía, con todas sus consecuencias, la emancipación de los siervos de la gleba, y en 1917, la Revolución rusa, se erigían en grandes potencias, cada vez más enfrentadas en razón de sus opuestas ideologías.
Lo que vino después de 1945 es de sobra conocido: Berlín borrada del mapa, los horrores nazis, Hiroshima, Nagasaki; los nuevos bárbaros, el rearme, la bomba atómica, la descolonización, y, en especial, la desmilitarización de Alemania, al tiempo que Mao hacía de China otro baluarte poderosísimo. A Europa le costó salir de su letargo: demasiados errores, excesivos horrores. Y, claro, la amenaza rusa: la URSS y su telón de acero, la guerra fría. Los Estados Unidos, que esta vez no se fueron, e iniciaron, desde su nuevo puesto de gendarmes, la nueva colonización de la vieja Europa, fascinada por la industria, los rascacielos, los automóviles, el modo de vida americano. Poco a poco perdimos nuestra personalidad, nuestra idiosincrasia, seducidos por su cultura, propagada por la gran industria cinematográfica, sus mujeres, sus millonarios, Hemingway, Scott Fitzgerald, Capote, Faulkner, Gertrude Stein; y eso por no hablar de los grandes actores y actrices norteamericanos, los directores cinematográficos, el jazz…
Europa se rehizo pronto con el Plan Marshall, el turismo. La dura lección de la guerra parecía asimilada; las nuevas potencias se rendían a los pies de los yankis. Su poderío militar y, en especial, la bomba atómica, nos protegían de los "malos": los comunistas, China convertida en un país poderoso (¿cómo no acordarse de la célebre frase de Napoleón?), y, naturalmente la URSS. Durante cerca de cuarenta años, el mantra fue el comunismo (que a Franco le vino de perlas), la caza de brujas. Tal obsesión llevó a USA a intervenir en Corea, en Vietnam, con las trágicas consecuencias que sabemos, por no hablar de Cuba, de Chile, de Egipto y de todo el Oriente Medio. Salvo De Gaulle y Adenauer, todos le permitieron obrar a su antojo, montar bases estratégicas, como Rota, al tiempo que su industria bélica se erigía en un monstruo que generaba millones y millones de dólares.
Confiados en nuestro gendarme, entramos en el club selecto, en la OTAN, mientras asistíamos a la Perestroika, a la caída del Muro de Berlín, al derrumbe de la URSS, a infinidad de guerras regionales, de las que siempre sacaban tajada los mismos, y, por fin, el terrorismo, Bin Laden, los atentados de las Torres Gemelas. Y así, hasta Putin, la invasión de Ucrania; Zelenski, apoyado por la OTAN; una guerra pavorosa, y de repente, el estallido de otro conflicto, aún peor, la desaparición de la franja de Gaza. Y en eso llega al poder Trump y, en compañía de Putin y de Xi Jinping, se aprestan a repartirse el mundo; una partida de leones en la que tan sólo ellos tienen butaca reservada.