Luis de Góngora visitó Cuenca en 1603

Óscar Martínez Pérez
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Luis de Góngora visitó Cuenca en 1603

Don Luis de Góngora nació en Córdoba, en una familia de la baja nobleza, y gracias a la rica biblioteca familiar, el genial infante pudo conocer «el mágico ambiente de las letras». Se hizo clérigo por indicación de su tío materno –entonces racionero de la Catedral cordobesa– para así acceder a los beneficios eclesiales, pese a la falta de vocación del poeta…

Después de convertirse en racionero –igual que lo fue su tío– comienza a realizar viajes por toda España, comisionado por asuntos de la Catedral. Visitará Granada, Toledo, Madrid, Palencia, Salamanca, Navarra, Álava, Pontevedra, Valladolid y Cuenca. Todos los viajes que realizó el genial poeta dejaron una huella en sus obras. Este es el caso de su romance En los pinares del Júcar, en el que canta los bailes fascinantes de las serranas de Cuenca.

El ínclito periodista conquense, Florencio Martínez Ruiz, recopiló y divulgó varios de los poemas o romances que don Luis dedicó a Cuenca con motivo del cuarto centenario del viaje que el cordobés realizó a tierras conquenses para investigar un caso de limpieza de sangre, entre el 2 y el 6 de mayo de 1603. Góngora, genial poeta podríamos decir con los ojos de hoy, que creó uno de los testimonios líricos primeros «más decisivos para configurar a Cuenca como tierras de aventuras poéticas». Martínez Ruiz consideró estos romances y letrillas referidos a nuestra ciudad como constituyentes de la «vena más jugosa» de toda la obra del príncipe de la luz.

El canónigo de la Catedral cordobesa, el conquense Manuel González y Francés, es de los primeros autores en fijar la fecha de la visita del mejor sonetista clásico de nuestra literatura hispánica a nuestra ciudad y a Mohorte, que era jurisdicción de la capital. Lo hace en su obra Góngora Racionero, de 1896, en la que minuciosamente repasa las noticias auténticas de los hechos eclesiásticos, donde afirma que sin duda, con ocasión de esta visita, escribió el soneto IV de los Burlescos, el XVI de los Varios: «Erase en Cuenca lo que nunca fuera…» y el romance lírico que comienza «en los pinares del Xúcar…». Más tarde, otros autores confirmaron la visita gongorina en 1603 y 1609 a Mohorte, como el hispanista francés Raymond Foulché-Delbosc, Antonio Chacón y Luis de Artiaga en su biografía sobre Góngora.

Dos sonetos nos dejó el magistral Luis de Góngora, Erase en Cuenca, que en opinión de la crítica literaria conquense constituye el mejor patrimonio imaginístico de nuestra ciudad, al convertir un problema doméstico, como la dureza de unos corruscos de pan, en una hermosa metáfora sobre el mito de la Cuenca de Piedra, en el que mejor se aprecia la unión que hace Góngora de su cultura profunda y sus valores más populares…

Erase en Cuenca lo que nunca fuera; érase un caminante muy ayuno; pidió mollete, si había tierno alguno, y diéronle un bizcocho de galera. 

Desta piedad fue un ángel la arrobera: y si pidiera más el importuno, le dieran los peñascos uno a uno que el Júcar lava en su áspera ribera.

De bizcochos apela el caminante para piedras; que en Cuenca eso se usa, y de eso están las piedras tan comidas. 

Quizá vieron el rostro de Medusa estos peñascos, como lo vio Atlante, y damas son de pedernal vestidas.

En el otro soneto, Góngora nos sitúa en el agasajo que se dispensa a una mujer que viaja a Cuenca con el entretenimiento de dos criadas muy feas…

¿Son de Tolú, o son de Puerto Rico? Ilustre y hermosísima María, o son de las montañas de Bugía la fiera mona y el disforme mico?

Gracioso está el balcón, yo os certifico; desnudadlo de hoy más de celosía, goce Cuenca una y otra monería, den a unos de cola, a otros de hocico.

Un papagayo os dejaré, señora (pues ya tan mal se corresponde a ruegos y a cartas de señoras principales), que os repita parlero cada hora como es ya mejor Cuenca para ciegos, habiéndose de ver fierezas tales.

En los pinares de Júcar /Vi bailar unas serranas, /Al son del agua en las piedras / Y al son del viento en las ramas; no es blanco coro de ninfas /de las que aposenta el agua, / o las que venera el bosque / seguidoras de Diana: / serranas eran, de Cuenca, / honor de aquella montaña / cuyo pie besan dos ríos / por besar de ellas las plantas; / alegres corros tejían, / dándose las manos blancas, / de amistad, quizá temiendo / no la truequen las mudanzas.

¡Qué bien bailan las serranas! / ¡Qué bien bailan!

El cabello en crespos nudos / luz da al sol, oro a la Arabia, / cuál de flores impedido, /  cuál, de cordones de plata. / Del color visten, del cielo, / si no son de la esperanza, / palmillas que menosprecian / al zafiro y la esmeralda. / El pie, cuando lo permite /la brújula de la falda, / lazos calza, y mirar deja / pedazos de nieve y nácar. / Ellas, en su movimiento, / honestamente levantan / el cristal de la columna / sobre la pequeña basa.

¡Qué bien bailan las serranas! / ¡Qué bien bailan!

Una, entre los blancos dedos / hiriendo negras pizarras, / instrumento de marfil / que las Musas lo envidiaran, / las aves enmudeció / y enfrenó el curso del agua; / no se movieron las hojas / por no impedir lo que canta:

Serranas de Cuenca / iban al pinar, / unas, por piñones, / y otras, por bailar.

 Bailando, y partiendo, / las serranas bellas, / un piñón con otro, / si ya no es con perlas, / de Amor las saetas / huelgan de trocar, / unas, por piñones, / y otras, por bailar.

 Entre rama y rama, / cuando el ciego dios / pide al sol los ojos / por verlas mejor, / los ojos del sol / las veréis pisar, / unas, por piñones, / y otras, por bailar.