Fiel a la tradición, la mañana del pasado jueves, el secretario de la Academia Sueca comparecía en Estocolmo ante una nube de periodistas de todo el mundo y, muy grave, anunciaba el nombre del Nobel de Literatura de este año. Y, como viene siendo costumbre, los periodistas intercambiaron miradas desconcertadas al constatar ya no sólo que dicho nombre no figuraba en ninguna de las apuestas, sino que ninguno de los presentes conocía al afortunado ganador.
Ahora bien, lo ocurrido es ya algo habitual, de tal modo que, salvo en el caso de algún que otro periodista bisoño, el desconcierto dura poco, contrariamente al cabreo de tener que documentarse mínimamente para dar la noticia. Sabemos que desde Darío Fo (Nobel de 1997), todo es posible. Llevamos años, aproximadamente desde la nominación de Vargas Llosa (2010), en que el Nobel, ajeno a criterios concretos, parece burlarse de todo y de todos, de ahí las continuas decepciones de quienes, aun negándolo con la boca pequeña, albergan esperanzas de tocar el cielo. Nombre tras nombre, como es el caso de la poeta polaca Wislawa Szymborska (1996), el dramaturgo nigeriano Soyinka (1986), la novelista rumana Herta Müller (2009), o el novelista japonés afincado en Reino Unido Kazuo Ishiguro (2017) al menos nos han permitido conocer nuevas literaturas plagadas de motivos y temas nuevos para nosotros, actuando sobre las literaturas del Viejo Continente como estímulos, como ocurriera con Las mil y una noches, a principios del siglo XVIII, o, en el ámbito de las Bellas Artes con las máscaras africanas o las pinturas de Extremo Oriente.
El flamante Nobel 2023, el escritor y, sobre todo, dramaturgo noruego de 64 años Jon Fosse, al parecer, no le ha sorprendido demasiado la llamada de concesión puesto que era, sostiene, una posibilidad de antiguo. Sin embargo, no lo sería tanto cuando las ávidas y poderosas editoriales españolas lo habían ignorado hasta hoy. Se inicia, pues, una carrera desenfrenada para sacar a la luz, traducido al castellano, especialmente, su teatro. Sabemos que su primera obra Someone is going to come (1993) y estrenada en 1996, causó sensación, por más que hasta en el propio título se percibía la clara influencia de Esperando a Godot, de Samuel Beckett.
Aparte de su labor de dramaturgo, Fosse empezó su carrera escribiendo novelas (la primera de las cuales lleva, curiosamente, el título de Rojo y negro), y alternándola, tres años después, con la poesía. Pero, como decía ha sido el teatro quien lo ha consagrado y catapultado. Cuarto Nobel noruego (el primero fue Bjornson (1903), prácticamente hundido en el pozo del olvido; el segundo, aquel gran novelista, Knut Hamsun (1920), caído en desgracia por sus filias nazis, y, en 1928, Sigrid Undset, especializada en novela histórica, y tercera mujer en obtener el Nobel).
Han tenido que pasar la friolera de noventa y cinco años, para que un ciudadano noruego se haga acreedor a este honor (cada vez más pequeño). Sin embargo, si unimos los cuatro nobeles noruegos a los seis suecos, tres daneses, el finlandés Sillanpää (1939) y el novelista islandés Laxnees (1955), son quince los Nobel laureados en lenguas escandinava y germánica del norte, que junto al inglés –cuyo dominio es aplastante– y al francés, se erigen en ámbitos dominantes, frente al español, prácticamente en el olvido desde que, primero Cela, en 1989, y finalmente Mario Vargas Llosa, en 2010, fueron coronados. En total once (cinco españoles: Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez 1956, Vicente Aleixandre 1977 y Cela 1989) y seis hispanoamericanos (los chilenos Gabriela Mistral 1954 y Pablo Neruda 1971); el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1967), el mejicano Octavio Paz (1981), el colombiano García Márquez (1982) y el peruano-español Vargas Llosa (2010). Una muy pobre trayectoria para la lengua de Cervantes, la Picaresca, Clarín y Galdós (injustamente relegado por la Academia Sueca).