Basta ver las imágenes del horror en la prisión siria de Sednaya, donde se ha documentado un sistemático exterminio de disidentes, para hacerse una idea de la brutalidad del régimen de Bashar Al Assad. Solo por ello la abrupta caída del tirano que ha abusado de la violencia indiscriminada contra su propio pueblo debería ser recibida con alivio. Sin embargo, la historia reciente de la región obliga a ser cautos. Siria, tras 13 años de guerra civil y más de 50 de dinastía de la misma familia, se encuentra en una situación extremadamente frágil y caer en un prematuro optimismo es arriesgado. Tras la euforia inicial, la inestabilidad se divisa en el horizonte.
Con sus profundas divisiones étnicas y religiosas, Siria es un complejo mosaico de intereses divergentes. El grupo islamista que ahora controla Damasco, intenta presentarse como una fuerza moderada, pero su pasado ligado a Al Qaeda genera más que desconfianza. La presencia de grupos kurdos, milicias respaldadas por Turquía, fuerzas israelíes e incluso bases militares estadounidenses y rusas, añade aún más complejidad al panorama. La caída de Al Assad, lejos de significar el fin del sufrimiento, podría dar paso a un nuevo escenario de caos aún más peligroso. La experiencia de países como Iraq y Libia tras la caída de sus dictadores nos recuerda los peligros de una transición mal gestionada. El vacío de poder dejado por el colapso de la brutal dictadura podría ser aprovechado ahora por grupos extremistas o potencias extranjeras con intereses enfrentados en la región. Mientras el ejército de Netanyahu gana terreno en suelo sirio con una intensa e inédita campaña de bombardeos, ayer mismo el líder supremo iraní culpaba a Israel, EEUU y Turquía del derrocamiento de unos de sus aliados más estratégicos y clamaba venganza.
Ante esta situación, la actitud de Occidente no puede limitarse a observar desde la distancia. Si bien es cierto que el futuro de Siria debe ser decidido por los propios sirios, es crucial que la comunidad internacional actúe con determinación para evitar que el país se convierta en otro Estado fallido. En primer lugar, es necesario un compromiso firme para brindar ayuda humanitaria a la población siria, tanto a los que permanecen en el país como a los refugiados que han huido a países vecinos. Tras ello deben intensificarse los esfuerzos diplomáticos para lograr un acuerdo entre los actores regionales, especialmente Turquía, Israel e Irán, que garantice el fin de las injerencias externas y el cese del flujo de armas hacia los distintos grupos armados. La caída de Al Assad es un punto de inflexión para Siria, pero no un punto final. La comunidad internacional tiene la responsabilidad de actuar con urgencia y determinación para evitar que el país se sume en un nuevo ciclo de violencia y caos. El futuro de Siria, y la estabilidad de toda la región, está en juego.