Dos personas excepcionales

José Luis Muñoz
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Zóbel y Torner bajo el puente de San Pablo - Foto: Archivo Fernando Zóbel. Fundación Juan March

Estamos a punto de dar la vuelta a la última hoja del calendario y sustituirla por otra completamente nueva que, como siempre, viene envuelta en todo tipo de incógnitas y esperanzas. Algo sí sabemos, a ciencia cierta: que en el nuevo año se cumplirán algunos aniversarios destacados, incluso algún centenario, fechas que sirven para recordar a personas o hechos que suelen permanecer apagados y que gracias a esa celebración cobran una cierta importancia que los pone de relieve. Desde hace algún tiempo se viene hablando de una de ellas, e incluso ya se ha insinuado algo de lo que se puede llevar a cabo. Hablo, naturalmente, de Fernando Zóbel, pero de alguien más quiero hablar también, porque ligado de manera indisoluble a él hay otro nombre igualmente importante para comprender lo que sucedió en Cuenca: Gustavo Torner.

Se ha contado en varias ocasiones la anécdota de cuando Zóbel buscaba un lugar en el que situar de manera estable su colección personal de arte abstracto español y quien empezaba a ser su amigo, Torner, le sugirió que lo acompañara a visitar Cuenca, a lo que el primero replicó, de manera espontánea a la par que algo despectiva: «Pero, ¿qué se me ha perdido a mí en Cuenca?». Nada se le había perdido en ese momento a Zóbel en Cuenca, pero aquí encontró el recinto adecuado para ubicar su proyecto, encontró casa donde vivir y estudio en el que trabajar y finalmente un espacio de tierra en el cementerio de San Isidro, en el que su cuerpo puede reposar para siempre.

No quiero ponerme trascendental ni usar palabras grandilocuentes, pero estoy convencido de que la llegada de Fernando Zóbel a Cuenca y su firmísima vinculación con la ciudad ha sido uno de los sucesos de mayor importancia ocurridos aquí a lo largo del último siglo y creo, además, que aquello produjo un auténtico revulsivo social y cultural, que va más allá de lo que aún podemos percibir, y lo hizo sin alharacas, sin entrometerse en la vida de nadie ni hacer juicios de valor, simplemente estando presente y actuando según sus criterios, en línea con lo que hace unas semanas explicó, a partir de una lúcida exposición, el actual director del Museo, Manuel Fontán, en la conferencia pronunciada en la sede de la Racal. Aún no somos conscientes del todo, pero con su llegada, Zóbel le dio a Cuenca la vuelta del calcetín.

Se merece todo tipo de reconocimientos que se le puedan prestar en el año que se aproxima, pero me parece (así lo creo, con total convencimiento) que el homenaje o lo que se pueda hacer debería implicar también, de alguna manera, a quien fue su constante compañero en ese impulso a Cuenca y en el desarrollo del proyecto de museo, además de sumergirlo en el acontecer cotidiano de las cosas de esta ciudad. Y es que Fernando Zóbel nació el 30 de agosto de 1924, pero Gustavo Torner lo hizo el 13 de julio de 1925, es decir, once meses separan los cumpleaños de ambos, con una notable diferencia: Zóbel está muerto y Torner continúa vivo, con la perspectiva, que deseo de manera ferviente pueda producirse, de que va a cumplir cien años, un dato verdaderamente impresionante. Y sería un gesto noble, digno de una ciudad generalmente poco agradecida, que ambos nombres quedaran unidos en una misma celebración, porque ambos fueron amigos, colegas y copartícipes en aquella aventura que, como se suele decir, puso a Cuenca en el mapa.

Conservo por Fernando Zóbel un sentimiento en el que se mezclan el afecto personal y el respeto por su personalidad, en verdad arrolladora. Para mí fue una experiencia singular que me llamara una mañana y así, por las buenas, me propusiera editar un libro que yo aún no había escrito y que él me encargó. El mundo al revés, me digo ahora. Generalmente, son los escritores los que van detrás de los editores pero en este caso sucedió lo contrario y él se encargó de todo, desde el precioso diseño hasta la selección de ilustraciones. Aunque la experiencia más sorprendente la tuve una tarde en su estudio de la calle Pilares, cuando vi cómo daba forma y contenido a uno de sus cuadros de la serie Río Júcar. No tengo ninguna disposición natural para el dibujo o la pintura, de manera que miraba fascinado cómo Zóbel, desde una fotografía real, iba extrayendo la esencia de la hoz y del río, mientras me explicaba lo que veía con sus ojos de artista y lo que quería transmitir a las líneas del cuadro abstracto que iba surgiendo desde una imagen absolutamente concreta.

Gustavo Torner tiene una dimensión que no ha sido explotada prácticamente nada, entre otros motivos porque él no se ha dejado y es el extraordinario conocimiento que tiene de la ciudad en que nació. Hablando de sorpresas, se puede comprender la que sentí el día que me mostró, en cajas cuidadosamente ordenadas y alineadas, la colección de placas en las que había fotografiado la totalidad de los edificios, casas y rincones de la parte alta de Cuenca. Tal cual lo digo: todas, sin excepción, lo que constituye un material gráfico y documental tan extraordinario como sorprendente. Pero más allá de esto, que puede considerarse anecdótico, posee una increíble capacidad de análisis y comprensión de la ciudad como fenómeno urbanístico, como realidad construida y sometida a presiones circunstanciales que la mantienen en un constante equilibrio inestable.

Está bien todo lo que se haga en el año 2024 para honrar la memoria de Zóbel pero creo que, de alguna manera, habría que hacerlo también y a la vez con Gustavo Torner. Sin esperar a 2025. Hay cosas que en vida se agradecen más.