Luis Calvo, una voz rotunda, un pozo de sabiduría

José Luis Muñoz
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Luis Calvo, una voz rotunda, un pozo de sabiduría - Foto: J.L. Pinós

Antes de entrar en faena es preciso decir un par de cosas sobre mí mismo, con el fin de que se entienda perfectamente todo lo que va a venir después. Es posible que muchas personas que me conocen o siguen mis escritos, sean libros o esta serie de artículos, sepan que yo no nací en Cuenca, pero seguramente hay otras muchas que desconocen este hecho, que tiene alguna importancia cuando se llega de fuera, de un ambiente y unas circunstancias bien diferentes, lo que obliga, siempre, a adaptarse de la mejor manera posible al nuevo lugar de residencia. Pero si eso ocurre a alguien que va a ejercer de periodista, el problema se multiplica, porque es francamente difícil informar desde el desconocimiento.

En esa coyuntura me encontré cuando me vi sentado en la mesa de una redacción, con una potente máquina de escribir delante y un montón de folios a mi lado para rellenarlos de palabras que al día siguiente aparecerían impresas en un periódico. El dilema exigía hacer un cursillo rápido e intensivo de una ciencia no escrita, llamada conocimiento de Cuenca. Debo decir, sin modestia de ninguna clase, que fui un alumno aplicado y aprendí con bastante rapidez, en buena medida de manera autodidacta, poniendo los cinco sentidos en lo que veía y oía, pero también porque encontré, de manera casual, un excelente maestro, que me ofreció generosamente importantes lecciones de esa ciencia tan complicada. Y es curioso señalar que ese aprendizaje se produjo por una especie de ósmosis comunicativa, de manera que él hablaba, actuaba o sugería y yo me iba empapando de todo lo que decía y hacía y ello fue así a pesar de que ambos estábamos en distintos medios, presuntamente en competencia, lo que no impidió que ocurriese lo que aquí digo. 

Luis Calvo Cortijo era ya un veterano informador y locutor en Radio Nacional de España y yo, como acabo de decir, un aprendiz que necesitaba conocer a toda prisa todo que me era necesario para poder informar adecuadamente y con conocimiento de causa, lo que llevaba consigo conocer el lugar, las calles, el paisaje, los pueblos, la naturaleza, las costumbres y los seres humanos, sobre todo, porque ese territorio lo pueblan un abigarrado conjunto de personas, cada una hija de su padre y de su madre, como suele decirse, pero si además ocupan cargos de postín, en cualquier sector de actividad (sobre todo en la política) hay que andarse con mucho ojo, y aún más antes que ahora. Luis Calvo me explicó, sin darme lecciones regladas, solo hablando con él, o siguiéndole en el discurso, todo lo que necesitaba saber sobre las personas, las familias, las ideas, los vicios y virtudes de cada cual, los aciertos y los tropezones, quien iba por lo derecho y quien daba tumbos. En definitiva, me hizo ver de qué pie cojeaba cada cual y adivinar todas las sutilezas de un territorio francamente delicado, en el que existen numerosas aristas.

Luis Calvo había nacido en Cuenca en 1936, hizo la carrera de Magisterio que no ejerció, porque pronto descubrió el mundo de la radio y en él estuvo hasta un día desdichado de 2003 en que murió, dejando huérfanos, no solo a sus propios hijos sino a quienes habíamos seguido su estela. Era un locutor magnífico, de los de antes, los que pronunciaban todas las letras de todas las palabras, modulando la entonación, el ritmo, la melodía interior de la frase. Su primer trabajo en el medio lo desarrolló en 1948, cuando sólo tenía 12 años, participando en una serie de programas infantiles dirigidos por Vidal Acebrón. Empezó haciendo programas en estudio, hasta que le llegó la tentación informativa y a ese sector se pasó, además de ejercerlo en otros medios escritos, tanto locales como a través de corresponsalías, a lo que añadió, además, una curiosa modalidad, la del mono ilustrado, que publicaba diariamente con un toque de humor entre irónico y campechano, y que firmaba como LuCa. Un día que estábamos ligeramente irritados, por cosas que no es cuestión de desmenuzar aquí, nos juntamos unos cuantos insensatos, cinco en total, para ser exactos y decidimos que había que hacer algo y como nuestras habilidades eran limitadas a un terreno muy concreto, inventamos una revista. En la barra de Togar (felizmente recuperado ahora) estábamos entretenidos en buscar nombre para la criatura y Luis aportó la solución: El Banzo, dijo, y aunque alguno expresó cierta confusión, él lo explicó de manera clara: «Nos vamos a echar Cuenca a las espaldas». Y así nació aquella revista, que fue, como luego dijo alguien en una carta, una pedrada en agua mansa.

Luis Calvo era un pozo de sabiduría. De Cuenca lo sabía todo y lo hablaba ante los micrófonos o lo escribía en el papel, con la palabra justa. Aunque su mente estaba abierta a todo, en la Serranía se encontraba como el pez en el agua. Suya es una definición concluyente: «Siempre fue Serranía la Serranía de Cuenca. La sierra es casi desde ahora. Sierra es una palabra arrancada de la terminología geográfica: escueta, limitativa, seca, sin alma, que es como decir sin mundo, un simple accidente en la obra de la naturaleza, algo común, corriente, frío... Serranía es un vocablo distinto, criado en las entrañas mismas de este país, España, algo que multiplica la simplicidad de sierra, creando, en progresión geométrica, infinitos factores que conforman un mundo en tránsito permanente». Una cosa es Serranía y otra Sierra, matizó Luis Calvo y es pena que no todos los escribidores de tres al cuarto lo entiendan así.

Aficionado al cine, estuvo en el equipo que puso en marcha las Semanas de Orientación Cinematográfica que durante siete años fueron un aldabonazo en el escueto panorama que ofrecían los cuatro cines de aquella época. Por su amplio conocimiento de lo que se cuece por aquí y por su bien timbrada voz lo llamaban repetidamente para actuar como presentador de actos y pregonero, tarea que ejerció en la Feria y Fiestas de San Julián de Cuenca (1978), XI Fiesta Internacional del Ajo (Las Pedroñeras, 1983), IX Feria del Libro (Cuenca, 1987), Semana Santa (Cuenca, 1988) y San Mateo (Cuenca, 1988). Poseía una amplia sabiduría sobre el mundo del toro y el submundo de los toreros, cosa que a mí, inculto total en la materia, me maravillaba.

Experto en la Semana Santa, creo que nadie ha superado el contenido de un libro que debería estar en la cabecera de todos los que quieren escribir de ese tema, 50 años y… un día, de la Semana Santa de Cuenca (Cuenca, 1990). Con él desapareció también una forma de escribir en que lo culto encontró siempre el apoyo de lo popular. Probablemente ya nadie, ninguno de los escritores de hoy, es capaz de utilizar el vocabulario ancestral de la Serranía de Cuenca, normalmente por desconocimiento de sus características intrínsecas y secundariamente por la dificultad de saber cómo, en qué momento, de qué manera, es oportuno introducir una de esas palabras en el contexto de una frase que, por lo demás, responde a la estructura del habla cotidiana. Luis Calvo lo hacía de forma magistral, tanto en libros como en la amplia serie de artículos periodísticos en que comentaba la cotidianeidad de los días con gracejo y sapiencia.

El 17 de marzo de 1994 pronunció su discurso de ingreso en la Real Academia Conquense de Artes y Letras sobre el tema «El rito de los tambores» y diez años después debería haber leído el discurso de contestación al mío de entrada. La muerte, que siempre llega a destiempo, frustró aquel plan y puso término a la amistosa convivencia que mantuvimos durante todos aquellos años.