Masegosa, puerta de entrada al Alto Tajo

José Luis Muñoz
-

Masegosa, puerta de entrada al Alto Tajo

En estos días de agobiante calor puede estar bien orientar los pasos hacia lugares que, teóricamente al menos, puedan resultar más frescos, aunque con lo que está cayendo sobre nuestras cabezas probablemente no hay sitio alguno en el que poder esconderse, pero por si acaso, podemos mirar hacia los parajes escondidos en la Serranía de Cuenca donde parece (sólo parece) es más fácil encontrar algún respiro ambiental. Y en esa orientación hacia las cumbres serranas podemos ir a parar a un pequeño sitio encantador, de nombre Masegosa, vinculado históricamente a la cercana villa de Beteta, de la que fue aldea y que hoy permanece anclado, como lo ha estado siempre, en el corazón de un paisaje espectacular que abre la puerta al acercamiento al Alto Tajo, uno de esos espacios de generosa belleza con que la naturaleza ha querido premiar a nuestra provincia.

El nombre del pueblo permanecía escondido en las brumas de la historia, sin especial relieve, hasta que recientes investigaciones arqueológicas han puesto de relieve algunos restos que dan fe de la presencia de unos restos procedentes de la época musulmana, lo que anima a profundizar en la búsqueda de nuevos indicios. Pero más allá (o más acá, en el tiempo presente), lo que podemos encontrar es un pequeño lugar, situado en una hondonada protegida por las altas montañas que lo circundan, a una altitud de 1.300 metros, esto es, menos de 200 de la cadena montuosa inmediata. El pueblo está bastante bien conservado en cuanto a sus características rurales, con alguna edificación que responde a las características tradicionales de la casa serrana, con abundancia de tejados, fachadas de mampostería vista, etc.

El caserío, muy agrupado, aparece en el plano dividido en cuatro sectores, al cruzarse en el centro dos carreteras, la que procede de Tragacete y el Nacimienteo del Cuervo por un lado, y la de Beteta que, a su vez, continúa hacia Lagunaseca, Santa María del Val y Poyatos, caminos todos ellos muy recomendables para quienes gustan de conocer espacios abiertos.

En la Plaza Mayor, donde tiene lugar ese cruce, se encuentra el edificio de las antiguas Escuelas y, tras él, el Ayuntamiento, con una sencilla fuente en el centro. En cuanto a la iglesia, en casi todos los sitios el monumento más destacado del lugar, aquí también lo es, a pesar de su enorme sencillez, carente de vistosidad aparente, muy en línea con el carácter de arquitectura popular que impera en todo el espacio urbano. Y a partir de aquí, desde el corazón del pueblo, se abren inmensos paisajes que animan la mirada y el espíritu. El primero de esos matices es el silencio, la soledad, la calma íntima que se desparrama por el paraje, donde se respira intensamente el aroma de la serenidad más profunda de la Serranía, en el sector nororiental que se asoma a los desequilibrios más atrevidos, los del Alto Tajo, que discurre al otro lado. Estamos en el seno del monte Muela Pinilla y del Puntal, cuya apariencia externa es la de un monte más, plagado de elegantes y airosas coníferas. Pero al traspasar ese límite exterior, el más visible y penetrar en lo interno (en su alma, podríamos decir, metaforizando una cualidad humana) encontramos el magnífico despliegue de cuanto la naturaleza cárstica ha sabido elaborar, con singular ingenio de formas y osadas elucubraciones rocosas para provocar en el espectador un sentimiento de maravillada complacencia.

Como corresponde al lugar en que nos encontramos, el soporte geológico lo forman dolomías surgidas desde materiales mesozoicos que se organizan mediante un sinclinal en cuyo núcleo afloran las calizas del cretácico superior, ese periodo extraordinario de la formación del mundo sobre el que encuentran apoyo y sustento los inmensos, serenos, alados pinares que cantó tan musicalmente Góngora. Más allá, en el borde de la muela, los materiales son jurásicos, coincidiendo por lo común con los anticlinales que así forman esta inenarrable sinfonía de portentos naturales. Estamos en El Tormagal, un universo sin senderos, ni indicadores, ni puntos de abastecimiento. Los pies siguen una inspiración autónoma, dejándose llevar libremente por el atractivo de esta forma o aquella, porque aquí, en el interior del paraje, se ofrece a la vista todo un despliegue de dolinas, lapiaces, simas, surgencias, sumideros y, al fin, lo que viene a resultar más espectacular para los ojos profanos, un elegante despliegue de formas rocosas calcáreas pacientemente moldeadas por el rítmico trabajo de un agua incansable en su laborioso objetivo de moldear la superficie de las calizas sobre las que cae, sea tenue o furiosamente, según las circunstancias para dibujar elegantes y alados tormos, atrevidos arcos, caprichosos callejones o fantasiosas figuras que asemejan animales u objetos concretos.

El Tormagal está en el profundo descenso que se lanza con auténtico vértigo hacia la profundidad del valle, por donde corre un juvenil e impetuoso Tajo, recién nacido, pero ya con ínfulas de poderío, dispuesto a hacerse grande a medida que va cruzando llanuras y montañas hasta penetrar en el océano Atlántico, mientras acaricia la dulce y hermosa Lisboa. El Alto Tajo es uno de esos inmensos regalos, otro más, que la naturaleza ha hecho a la provincia de Cuenca y no estoy muy seguro de que todos seamos conscientes de esa realidad. Pero aquí está, para quien quiera verlo y disfrutar del frescor y limpieza de sus riberas.