La cultura estadounidense, tan presente en nuestra sociedad y costumbres, sobre todo a través de películas y series de televisión, ha consagrado entre nosotros la figura del ser humano que se hace a sí mismo, con ejemplos valiosísimos de personas que desde una extracción social muy baja pueden llegar a ocupar puestos de relieve en política o en empresas, acumulando simultáneamente poder y dinero. De esos casos se conocen muchos y aceptamos como cosa normal que en aquél poderoso país, todo es posible y que estas cosas, siendo minoritarias, no son excepcionales, sino que se producen con relativa frecuencia. Es probable que en otros lugares, el nuestro, por ejemplo, también se pueden dar tales casos y alguno ha habido bastante llamativo, pero reconozcamos que no es lo normal o, dicho de otra manera, que es más difícil.
Hay uno, sin embargo, que me parece encaja bastante bien en el esquema que he intentado definir en el párrafo anterior: Ángel Martínez Soriano nació en Cuenca en 1921 y creció en el seno de la Casa de Beneficencia, donde compartió, en esa etapa de niñez las penurias y las tristezas propias de una institución, por otro lado ejemplar, pero desde tan mínimo peldaño, que se encuentra en la parte más baja de la escala social, fue subiendo pausadamente, a fuerza de trabajo y estudios, hasta ingresar en la Caja Provincial de Ahorros de Cuenca, en la que fue escalando puestos desde el primer nivel hasta alcanzar el de director general en el momento de su jubilación. Ingresó en la entidad, entonces en su primer año de existencia, en 1946, en que fue designado con carácter interino, Auxiliar Administrativo. Un año después pasó a la plantilla de la entidad, de manera definitiva y en 1948 fue confirmado en su empleo. Tras aprobar un examen para ascender a Oficial Segundo, recibió esta categoría en 1949. Ascendió a Oficial Primero durante el año 1951 y a Jefe de Negociado en 1953, siendo designado para el departamento de Secretaría. En 1956 ascendió a Jefe de Sección de cuarta categoría. Al año siguiente fue creada la plaza de Secretario General, cuyo desempeño le fue encomendado. Finalmente, en 1978 fue designado Director General Adjunto y en 1984 Director General, para cubrir la vacante producida meses antes por la jubilación de Antonio Caraballo Catalán, De esa forma, subiendo de peldaño en peldaño, el modesto educando de la Casa de Beneficencia de Cuenca había llegado a la cúspide de la empresa más sólida de la provincia, la que tenía en su plantilla mayor número de empleados y la que manejaba el más potente capital económico.
Esta historia personal es también, en paralelo, la de una institución que parece haber pasado al olvido y de la que, por lo que yo deduzco, muy poco saben los miembros de las nuevas generaciones, que seguramente ignoran que aquí, en esta provincia humilde y solitaria, se dio forma a un gigantesco esfuerzo colectivo que, mediante el ahorro, peseta a peseta, pudo llegar a constituir una de las empresas financieras más rentables del país. Fue, sin duda, la más extraordinaria y ambiciosa iniciativa de carácter económico emprendida por la Diputación Provincial de Cuenca al decidir en 1944 fundar una Caja Provincial de Ahorros que en sus años de existencia vinculada al ente corporativo demostró sobradamente una enorme vitalidad, convirtiéndose pronto en la primera empresa de Cuenca, con unos resultados económicos y sociales de excepcional envergadura. El triste final con el que esta ejemplar actividad fue castigada no empaña, en absoluto, su meritoria existencia anterior.
Medio millón de pesetas fue el capital fundacional y un humilde despacho, en la planta baja del Palacio Provincial, el reducido habitáculo en el que trabajaban dos empleados, un cajero y un botones. Las actividades concretas de la Caja en su primer año de vida ocuparon solamente el otoño de 1945, de forma que este primer ejercicio comprende apenas cuatro meses, a cuyo término, 224 impositores habían entregado para su custodia en la Caja la cantidad de 242.648,02 pesetas. Así comenzó el sorprendente recorrido de una institución que paso a paso y libreta a libreta fue acumulando millones y millones hasta convertirse en un elemento poderosísimo, que fue expandiendo sus oficinas por toda la provincia y luego también las inmediatas, hasta alcanzar niveles nunca sospechados por sus primeros impulsores. Todo eso de diluyó como si fuera un azucarillo en café hasta desaparecer de la manera más triste que se puede imaginar, pero esa, claro, es otra historia, pendiente de ser escrita y publicada.
En medio de ese devenir, casi desde el inicio, está la figura de Ángel Martínez Soriano, que se jubiló a tiempo, en 1986, antes de poder ver el desastre que se avecinaba cuando en 1992 se emprendió la alocada aventura de formar Caja Castilla-La Mancha, cuyo desventurado final sí que aún debe estar claro en la memoria de las gentes. Tras su retirada, la Asamblea General de la que todavía era Caja de Ahorros de Cuenca y Ciudad Real aceptó la propuesta del Consejo de Administración, nombrándole Consejero de Honor de la Entidad. Tres años después, el 14 de junio de 1989, fue objeto de un homenaje con ocasión de haberle sido concedida la Medalla individual al Mérito en el Ahorro, que se le impuso en un acto celebrado en el salón de sesiones del Consejo de Administración.
Esta actividad profesional la compaginó con la política. Fue concejal del Ayuntamiento de Cuenca, en dos etapas diferentes, responsable de las actividades culturales y, por ello, comisario de las Semanas de Música Religiosa. Al instaurarse la democracia ingresó en Unión de Centro Democrático, partido por el que accedió a un escaño en el Congreso de los Diputados en las primeras elecciones del nuevo periodo. Volcado también en la organización de la Semana Santa de Cuenca, fue tesorero de la Junta de Cofradías y secretario entre 1952 y 1960 en el momento de elaboración de sus estatutos definitivos. Fue pregonero en el año 1981 y escribió el libro Pinceladas históricas de las cofradías de la Semana Santa de Cuenca, uno de los primeros, si no el primero de todos, que afronta la historia global de este hecho singular. Demostró también una fecunda afición por el mundo del periodismo, impulsando la publicación de dos revistas, Medalla de medallas (de la Casa de Beneficencia) y La Voz de la Caja, además de colaborar repetidamente con artículos, e incluso con crónicas deportivas, en Diario de Cuenca, donde acostumbraba firmar con el seudónimo de Julián del Júcar.
Vinculado de manera personal y sentimental a la Casa de Beneficencia, durante toda su vida promovió iniciativas en favor de la entidad asistencial, que tuvo en él un protector ejemplar. Murió en Cuenca, donde siempre vivió y trabajó, en 2012.