Como casi todos los españoles de la época, tenía un 'Seiscientos', en mi caso de segunda mano, matrícula M 619 675, con el que había 'hecho la carrera', en Valencia. Me faltaban unas cuantas asignaturas para obtener la tan ansiada licenciatura, pero, aun así, y de acuerdo con mi novia, tiramos por la calle de en medio y nos casamos. Era, lo recuerdo, como si fuera hoy, el 22 de diciembre de 1973.
Al igual que la mayoría de jóvenes de nuestra generación, teníamos prisa, prisa de vivir, prisa de viajar, prisa de conocer el mundo, de obtener un trabajo, de tener hijos. Prisa, sobre todo, de independizarnos como la cabrita blanca de M, Seguin.
Habíamos oído noticias confusas acerca de una gran explosión en Madrid, pero ¿qué podría importarnos? Lo que nos preocupaba era el hecho de no poder obsequiar a nuestros amigos y parientes con un banquete digno. El mundo en que vivíamos carecía de alicientes. Vivíamos el silencio y la paz de los cementerios. Y nosotros aspirábamos a vivir, por lo menos, como veíamos que vivía la gente joven en Francia o en Gran Bretaña. Además, había que estar preparados, como nos aconsejaron una noche dos caballeros muy serios que venían de Murcia y se dirigían a Madrid; se trataba del hijo del mítico Gil-Robles, y un señor muy atildado y frente despejada, don Joaquín Ruiz- Giménez, que a la sazón andaban construyendo la Democracia Cristiana, a imitación de la italiana. «La tortilla está a punto de dar la vuelta y hay que andar vigilantes», nos repitieron en una reunión con aire clandestino, que nos encantó.
Por esa, y otras ochocientas razones, nos casamos mi novia y yo aquella fría tarde de un día en que la lotería, un año más, nos había sido esquiva; y, por esa misma razón, el día 24 viajamos a Madrid con el propósito de coger, al día siguiente, muy temprano, en Barajas, un avión rumbo a las Canarias.
El día amenazaba nieve, pero había algo peor que la nieve en aquel Madrid, que, tras varios días de espanto, tenía todas las trazas de una ciudad en estado de sitio (una situación parecida la volveríamos a vivir, muchos años más tarde, mi mujer y yo, en Papeete, la capital de Tahití, una noche, con todo el vecindario recluido a cal y canto en espera del tan temido ciclón, y nosotros buscando velas por la barriada en que vivíamos). Los vehículos eran más que escasos, los transeúntes aceleraban el paso mirando con desconfianza y miedo en torno a sí. El ambiente se podía cortar con un cuchillo. No había policía, pero tenías la impresión de ser vigilado por decenas de ojos.
Buscamos con ahínco un restaurante, pero en vano. A eso de las siete de la tarde, hasta los bares se aprestaban a cerrar con alivio. Viendo el asunto perdido de todas todas, entramos a una de esas confiterías próximas a la Puerta del Sol y compramos mazapanes y pasteles, además de dos botellas de Cava. De vez en cuando oíamos voces apagadas entonando villancicos. Llegamos a la Plaza de España –idéntico aire lóbrego–, enfilamos la Calle Princesa y a la altura de Argüelles, vimos entre la neblina las luces del Hotel Tirol. La noche estaba echada. La imagen de Carrero Blanco, con sus espesas cejas y su rostro amenazador, tal y como aparecía en los periódicos de los quioscos, era como una pesadilla.
Nos acomodamos como pudimos y dimos rienda a nuestro particular festín. El Cava obró milagros, metamorfoseando nuestros rostros abatidos; nuestros ojos empezaron a brillar con el fuego de la pasión. La Historia volvía a la carga con su halo de desdichas. Pero allí estaba nuestro amor tendiendo puentes hacia el olvido. Fue una noche agridulce como la misma vida. Recuerdo que, al abrir los ojos, una especie de tira bordada, muy fina, cubría el antepecho de la ventana. Por fortuna, cuando aterrizamos en el tinerfeño aeropuerto de Los Rodeos, el sol brillaba en todo su esplendor. Atrás quedaba la Historia y sus fantasmas que ahora, medio siglo después, resurgen como sombras.