¡Paparruchas! ¡Qué distintos son hoy los vuelos de cómo fueron en el pasado, cuando iban los pasajeros como damas y caballeros sobre las alas de un pájaro metálico, mítica y altanera! Pasaron las décadas como siglos, mejoraron seguridad y motores, aumentaron los pasajes, inventaron compañías de bajo coste y mutaron el viaje en mil modos de sacar dinero a los encerrados en el más veloz trasto de transporte. Muchos miles de aviones cruzan cada día nuestro planeta aleteando..., dejando su rastro para el firmamento, como un navajazo blanco en el azul, o apenas sin sentirlos, lejanos, pues hoy podemos contemplarlos bien altos en medio de las altas montañas, en el bosque tranquilo, como si fueran parte de nuestros paisajes naturales, avecillas que lejanas lucen intermitentemente o dejan una raya, recuerdo de su paso.
Y ¿a qué viene escribir estos revuelos? Pues viene a cuento de una dura realidad, cada vez más pesada, para quienes hemos de viajar lejos de uno a otro mar, pues las enormes distancias no nos permiten más, que bien quisiera ir yo en barco o en tren, uno de esos como el Orient Express, elegantes y con mesas para jugar a las cartas con una hermosa dama o leer mientras tomamos café o, mejor, té. En fin, que he sufrir en los aeropuertos donde hace años uno entraba señorialmente, sin ser cacheado ni hollado, pues no habían comenzado aún los atentados aéreos de los fanáticos musulmanes, y ahora uno es recibido como ganado, ovejas o vacas que somos esperando entre barreras o neoestablos, pacientes ante los feroces vigilantes que nos desnudan y humillan, para luego correr por largos corredores, pues los aeropuertos, gracias al turismo masivo, se han convertido en ciudades y necesitamos un tren o quizás otro avión para ir de un extremo al otro, tan extenuantes son con pantallas que nos atacan entre mil tiendas: ahora son también grandes mercados y los chamarileros del lujo tomaron los pasillos poniéndose en medio, estorbando nuestros pasos, para vendernos lo que no queríamos. Y todo para meternos, después de aguantar fila en pie en múltiples formas de maltrato, en la panza de los acerados pajarracos, donde estrecheces varias nos obligan a doblegarnos, humildemente, salvo cuando en los transoceánicos tomamos, previo poderoso pago, la primera clase. Y todo para llegar rápido. En los vuelos cortos ya nada regalan y quien tenga sed o hambre ha de pagar su pecado biológico, los altavoces, siempre repiten la consigna repetida mil veces: «la tripulación y yo, el capitán, les deseamos que disfruten del viaje». Difícilmente, ya que tantos apuros pasamos en esos ingenios volátiles.
Así sucede con algunos políticos, que piensan les hemos que agradecer que lleven la nave entre estrecheces al destino que les conviene, no el que esperábamos, mientras vacían nuestros bolsillos y llenan los suyos.