Antes de comenzar el curso, el muy añorado COU, nos llegó el rumor de que una nueva catedrática de biología nos daría clase ese año en el instituto Alfonso VIII, el de más solera de mi ciudad. A modo de acto reflejo, muchos imaginamos la llegada de una esbelta y atractiva profesora, ilusión que tristemente se desvaneció cuando supimos que se trataba de una señora que ya no cumpliría los 65, e incluso más, años. De hecho, cuando vimos caminar por el pasillo a una anciana bajita, vestida totalmente de negro, con un bolsito agarrado fuertemente y con los brazos en jarras, pensamos que era la abuela de un alumno nuevo de 1º de BUP que, habiendo acompañado a su nieto hasta la capital en su primer día de clase, se había despistado y deambulaba por las aulas. Pero no, era doña Amparo, la nueva profesora.
A partir de ese día fueron multitud las situaciones simpáticas, por utilizar un término cualquiera, que se vivieron en nuestra aula, esa en la que un inquieto grupo de adolescente se veía regularmente con una docente que pronto pasó a ser conocida, en nuestro pequeño cosmos académico, con el sobrenombre cariñoso de «la agüela».
Una de ellas aconteció al final del curso. Al indicar lo que entraría en el examen final, llegado el momento de adentrarse en los temas que el libro dedicaba a los aparatos reproductores masculino y femenino, doña Amparo, un tanto apurada, se limitó a decir que los estudiásemos por nuestra cuenta, mostrándose receptiva, no obstante, a las posibles dudas que pudiésemos tener. Fue ese el momento elegido para, poniendo cara de ignorante y poco avispado, confesarle que en mí habitaba una duda, ya secular, que libro alguno había resuelto jamás. Tras 10 minutos provocando su curiosidad para que me insistiese para compartir con ella mi ignorancia, finalmente me lancé. «Si metemos en una habitación a un perro y una gallina, ¿qué animal sale?». El jolgorio creado en clase solamente fue comparable con su cara de descrédito. A continuación, resignada ante el insuperable desconocimiento que a su juicio albergaba en mí, optó por detallar minuciosamente, durante una hora, por qué un tuso y un ave de corral jamás podrían tener descendencia común. Ese día se me quitaron las ganas de volver a gastar broma alguna de este tipo a la flamante y, ante todo, responsable bióloga metida a profe.