La leyenda del burrito 'Valerioso'

Javier Caruda
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La leyenda del burrito 'Valerioso' - Foto: LT

Hay algo que flota en el ambiente. Desde hace semanas llevamos con un rún-run a medio camino entre los nervios y la ansiedad. Luces, frío, villancicos, ilusión…son ingredientes básicos en el día a día de todos y cada uno de nosotros, en mayor o menor medida. Para algunos estas fechas son el recuerdo ingrato de quienes nos abandonaron ya o la tristeza del reencuentro fallido. Para otros será la alegría del regreso, la celebración de la Esperanza. Lo cierto es que la Navidad no deja a nadie indiferente. No en vano festejamos la mayor historia de Amor contada. El nacimiento de un Niño que vino para inundar de ese Amor cualquier punto del orbe conocido entonces y ahora. Más allá de lo narrado en los Santos Evangelios y lo aportado por la tradición cristiana, hay un componente histórico que enmarca la realidad del Santo Nacimiento.
Y uno, inquieto y curioso, se pregunta ¿Qué aportación conquense hubo o pudo haber en el instante del Nacimiento del Señor? Surge así la leyenda de Electus, el burrito 'Valerioso'.

El joven comerciante de Valeria, Cayo Valerius Manganus, se despertó aquella mañana con el estómago revuelto. Le ocurría cada vez que tenía que comenzar un viaje de incierto final y seguro comienzo. Pero mantener el status obtenido por su familia le obligaba a viajar continuamente hasta diversos puntos del Imperio Romano gracias a la Pax Romana impulsada por Augusto. Manganus, junto a esclavos y sirvientes, surtía a nobles y patricios de lapis specularis, gladius y diverso ganado, especializándose en animales de carga. La raza hispana de asinus era de carácter dócil y naturaleza fuerte, cualidades que hacía que fueran especialmente solicitados en las villas romanas en las que predominaba la agricultura como forma de sustento.

A pesar de encontrarse en pleno verano, el fresco matutino de la hoz del río Gritos le obligó a envolverse en su lacerna y con paso presto se dirigió hasta la caravana que le esperaba ya formada por un sinfín de caballos, rhedas y carrucas cargadas hasta los topes en lo que, si todo iba bien, sería una misión comercial exitosa regresando con unos amplios beneficios que, muy posiblemente, harían que esta fuera la última vez que abandonara su casa. Manganus suspiraba por disfrutar con su mujer, su recién nacido y de su casa. Odiaba verse cubierto por el polvo del camino, no soportaba los largos días a lomos de su caballo y, sobre todo, siempre que viajaba se sentía solo.

Espoleó a su caballo para revisar la larga caravana. Estaba convencido de que tenía que supervisar todo para poder dar la voz de partida. Fue pasando por los diversos carros hasta que llegó al final. Allí había dispuesto un nutrido grupo de sus mejores hombres con el fin de evitar problemas con los bandidos y permitir que los animales llegaran a su destino, reparando en un asinus de pelaje gris, orejas grandes, patas fuertes y mirada noble. Pensó que por este ejemplar sacaría una buena bolsa de monedas.

Tomó aire, se izó sobre su montura, miró a un lado y otro, se encomendó a los dioses y dio la voz de partida. Con un movimiento coordinado, la caravana avanzó el primer paso de, quizá, el último de los viajes que Manganus iba a realizar. 

El destino de esta singular comitiva era Gades. Allí le esperaba un navegante fenicio fiel conocedor del Mare Nostrum. Embarcaría sus mercancías en una flota que las llevaría hasta diferentes puertos del Mediterráneo. No parecía un camino complicado para Manganus quien recorría de arriba a abajo la caravana con el fin de comprobar que no hubiera un contratiempo. Si llegaba a tiempo, y nada parecía que no fuera a ser así, Azmelqart, el comerciante de Tiro, le cubriría de oro.

No dejaba de sorprenderle el asinus que cerraba la comitiva, mirando a un lado y otro, trotando con alegría como aquel que espera impaciente que se cumpla aquello para lo que está escrito.

Terminaba el mes quintilis cuando Manganus divisó por primera vez el puerto de Gades. Era éste uno de los puertos más grandes de Hispania, con una actividad frenética. No cesaban de zarpar barcos que surcaban todo el mar para distribuir alimentos y caprichos a todo el Imperio. Los accesos al puerto, desde la lejanía, eran un hormiguero de carros y carretas con las más diversas mercancías. Unas salían de Hispania, otras llegaban a Gades para ser repartidas por las diferentes provincias. 

La noche sorprendió a la caravana junto a las puertas de la ciudad por lo que Manganus dio orden de montar de nuevo el campamento asegurándose, una vez más, de que todo estuviera correcto. Se montaron tiendas, se cerraron rediles, se dio descanso a caballos y asnos…pero aquel de pelo gris suave anduvo inquieto toda la noche junto a la valla. Pareciera que quisiera continuar su camino…

La mañana fue testigo del protocolario apretón de manos entre Azmelqart y Manganus con el que se cerró el negocio por el cual el navegante llenaba las bodegas de sus barcos con las buenas mercancías que el comerciante le había traído cruzando toda la península. Azmelqart dio la orden para que sus hombres cargaran los barcos mientras que el valeroso sopesaba las bolsas llenas de denarios y sextercios con una sonrisa de oreja a oreja. Era su plan de jubilación. De reojo, vio cómo uno de los asnos, aquel que le había llamado la atención tantos días, se soltaba de su cuerda para ser el primero en acceder a la bodega del gaulo de Azmelqart. Definitivamente este asinus está loco, pensó.

La flota fenicia había ido haciendo escalas en los diversos puertos que componían su ruta mercantil. En cada uno de ellos Azmelqart había conseguido vender las mercancías que llenaban las bodegas de sus barcos recibiendo unos beneficios enormes. La verdad es que había sido un viaje sencillo. Se había empeñado en hacerse a la mar en los últimos meses del año. Aquellos en los que el Mare Nostrum rechazaba a aquellos que lo surcaban regalándoles olas y vientos que hacían parecer barcos de papel a la poderosa flota fenicia. Su mujer, Anaid, le había recomendado quedarse en Gades hasta que llegase la primavera, pero había algo en la cabeza de Azmelqart que le decía que éste iba a ser un viaje sin problemas. Así ocurrió. Fue de puerto en puerto. Subió, bajó, volvió a subir y no se encontró lo que los marinos llamaban mala mar. Más bien al contrario…El Mediterráneo era un espejo. Vendió todo lo que había en sus barcos…bueno, menos nuestro burro de pelaje gris.

Azmelqart recorrió el camino que separa el puerto de su casa pensando qué hacer con ese burrito que trotaba y trotaba, admirando el paisaje desconocido para él y que tan diferente era de su Valeria natal. El caso es que a nuestro marino se le cambió la cara cuando vio a su mujer esperándole en la puerta. Nada quería saber Anaid de burros, caballos o ánforas de aceite. Solo le interesaba las bolsas llenas de monedas. Sea como fuera, Azmelqart tenía que vender cuanto antes al protagonista de nuestra leyenda.

Por aquel entonces andaba el imperio revuelto. Augusto quería realizar un censo de todos los habitantes para conocer exactamente la dimensión del imperio romano por lo que los caminos estaban llenos de familias, hombres y mujeres que se desplazaban desde su lugar de residencia a su ciudad de nacimiento para dar cumplimiento a la orden imperial. Así fue como Azmelqart conoció a Levy. Era éste un joven alfarero al que la proclamación del edicto le había sorprendido en Tiro con el fin de perfeccionar sus habilidades con el barrio. 

Levy tenía que regresar a Nazaret, pero necesitaba un burro para que cargara con las alforjas llenas de material para la alfarería del judío. Pasó frente a la casa de Azmelqart y le llamó la atención el burro de piel gris, orejas grandes, patas fuertes y mirada noble. El burro alzó las orejas, levantó la testuz, miró a Levy y corrió hacia su encuentro. Realmente fue él quien eligió al alfarero, no al revés. Un nuevo apretón de manos permitió a Azmelqart deshacerse del burro que no quería su mujer y a Levy asegurar que podría transportar su carga. 

A la mañana siguiente, con el frío propio del mes romano de december, Levy cargó su burro, se arrebujó en su capa y comenzó el camino que le llevaría a Nazaret. Durante todo el trayecto el noble animal, que había salido de Valeria, dio muestras de impaciencia por llegar a su destino. No hacía falta que Levy tirase de las riendas, él llevaba siempre un ritmo rápido como el que sabe que es necesaria su presencia en otro lugar. 

De hecho, Levy que se sorprendía de la actitud del borrico, le llamó Electus puesto que le parecía que este burro estaba elegido para otra cosa. Pasaron los días y sus correspondientes noches y una mañana Levy divisó las puertas de Nazaret. El trotecillo cadencioso del asno hispano se convirtió en carrera hasta la casa de Levy que, con cara de susto, vio cómo el burro se paraba, casi en seco, frente al pozo que había en la plaza donde vivía nuestro alfarero.

Sentado en el brocal del pozo, un matrimonio (embarazada ella) se preparaba para salir de viaje. «¿Hacia dónde os dirigís?», preguntó Levy. «A Belén», respondió él. Electus caminó decidido hacia la pareja. El joven alfarero, conocedor de la dureza del camino entre Nazaret y Belén, sentó sobre el burro a la mujer y le dio las riendas al marido. «Tomad, a mí ya no me hace falta y parece que os ha elegido a vosotros». Así la joven pareja comenzó su camino. 

Como sabes, llegaron a Belén tras varias jornadas. Durante todo el viaje Electus se encargó de que la mujer no sintiera ni una sola de las piedras del camino. Buscaron alojamiento y no encontraron. Hasta que el burro los llevó a una cueva a las afueras del pueblo de Belén. Electus se tumbó y esperó a que naciese el Niño. Su misión siempre había sido esa.

Y así es como hubo presencia conquense en el Nacimiento del Señor. Unos dicen que Electus llevó también a la Sagrada Familia hasta Egipto, pero eso, querido lector, será otra leyenda. ¿O no?