Periódicamente, el Ayuntamiento de Cuenca, como todos, otorga determinados honores a ciudadanos que se considera son merecedores de tales distinciones. Puede ser poner su nombre a una calle, edificio o mirador, o concederle títulos honoríficos como medalla de oro, hijo adoptivo o predilecto y algunos otros títulos que, sin duda, todo el mundo conoce. Naturalmente, son decisiones subjetivas, que casi siempre se toman de modo impulsivo, porque en ese momento ha surgido algún motivo especial, por lo común emotivo que responde a algún estímulo de índole muy diversa. Es claro que, aunque hay un reglamento de honores, y ha habido otros anteriores, esta no es una ciencia matemática, que se pueda medir de forma rigurosa, sin ambigüedades, y tampoco responde a criterios deportivos, donde es fácil medir quien gana o quien pierde, puesto que hay unos sistemas de medida (el gol, sobre todo, o los tiempos) que permiten establecer clasificaciones y así queda claro quien está en cabeza, y merece los trofeos y quien no pasa de la mediocridad. Citius, altius, fortius, es la sentencia clásica que dictamina el papel que corresponde a los mejores.
Eso no es así, claro, en el terreno que estoy comentando. No hay una medida objetiva para calibrar debidamente quien merece una distinción pública ni cuales son realmente los méritos, igualmente objetivos, que deberían tenerse en cuenta. De hecho, cuando se producen estos anuncios, con cierta frecuencia me surgen algunas dudas y creo que algo parecido ocurre en otros muchos ciudadanos, que se enteran, con cierto estupor, del premio concedido a alguien que, quizá, no había hecho lo suficiente para merecerlo. Naturalmente, no voy a cometer aquí la felonía de decir ningún nombre de los que, desde mi punto de vista, están en esa categoría sospechosa. Lo que se ha hecho, hecho está y ahí se queda. Otro es el tema al que pienso dedicar una serie de artículos a partir de hoy. Porque lo que me interesa señalar aquí no es tanto lo ocurrido hasta ahora, esté bien o mal, que eso, como ya he dicho, viene a ser algo subjetivo. Lo que si me viene preocupando desde hace algún tiempo es que en la marabunta precipitada en que estamos inmersos en esta sociedad cada vez más presurosa y, quizá también, más banal, se han ido perdiendo otros muchos nombres de ciudadanos meritorios, que en su momento hicieron algo que sí mereció la pena y, sin embargo, no fueron reconocidos de ninguna manera. Más aún, sobre ellos, prácticamente sobre todos, ha caído el olvido, acentuado en los más jóvenes que carecen de información y de referencias, sin sospechar, ni remotamente, que muchas o algunas de las cosas que hoy forman nuestro soporte vital se deben a esas personas olvidadas. Sobre esta situación, como digo, vengo meditando desde hace algún tiempo y como con la llegada de septiembre entramos en un tiempo nuevo, a todos los efectos, desde la realidad climática hasta la actividad escolar, creo llegado el momento de entrar en el cajón de la memoria (y de la documentación) para encontrar allí una serie de personajes que entiendo deben ser rescatados del olvido para que al menos momentáneamente, durante la vigencia que tiene un artículo periodístico, vuelvan a surgir al primer plano de la actualidad. No hace falta que se les conceda un premio a título póstumo, recurso que me parece lamentable, dicho sea de paso, porque las cosas, tanto premios como castigos, se deben hacer en el acto, de manera inmediata. Lo otro no tiene ningún mérito.
El ejercicio que me propongo desarrollar las próximas semanas, en este espacio de cada jueves, va a servir también, como se puede adivinar, para ayudarnos a reconstruir muchas situaciones vividas en esta ciudad durante el último siglo e igualmente olvidadas. En bastantes ocasiones parece que todo ha sido siempre así, que nadie ha intervenido para hacer que las cosas sean como son. Una de las experiencias más deprimentes que se pueden vivir en este tiempo nuestro es la de navegar por las redes sociales y encontrar no sólo un notable cúmulo de disparates (no hablo de la facilidad con que corren los insultos y las descalificaciones cuando no los bulos y las mentiras) sino sobre todo clamorosas declaraciones de incultura básica, asunto que me sorprende especialmente porque a estas alturas todo el mundo tiene ya un cierto nivel de estudios, suficiente al menos para tener unos conocimientos elementales; en el caso de Cuenca, se podría suponer que hay una serie de cuestiones cotidianas que deberían formar parte del repertorio esencial en el que nos movemos. Pues no. De manera que si tomando como referencia el muestrario de personajes que voy a poner sobre el papel ayudo a que se conozcan algunas otras cosas de nosotros mismos, mejor, creo yo.
La práctica totalidad de las personas que van a aparecer en estos artículos responden a un rasgo común: no recibieron ningún reconocimiento público de su ciudad. Por tanto, sus nombres no están recogidos en ninguno de esos repertorios que decía antes. Todos están muertos, de manera que ningún vivo debe molestarse porque no lo mencione. Sin embargo, y como acabo de insinuar, esa «práctica totalidad» deja un pequeño hueco en el que se van a incluir algunos nombres que, tal como yo lo veo, deben ser recuperados, actualizados, para que el injusto olvido no caiga de manera definitiva sobre ellos con lo que, al menos por unas horas, volverán a cobrar actualidad.
Hasta la próxima semana, que comienza esta recopilación de nombres olvidados. Quizá, se podría decir, injustamente olvidados.