Este año en el que estamos, y del que ya van vencidos sus dos primeros meses, estará marcado, previsiblemente, por la celebración de dos fechas muy significativas, aunque por ahora no se nos han desvelado todavía en que pueden consistir los respectivos festejos culturales. Son, seguramente ya lo saben todos, los cien años del nacimiento de Fernando Zóbel y los cincuenta de la muerte de Federico Muelas. Ante la magnitud de estas citas, otras que quizá pudieran tener similar repercusión quedan como apagadas, diluidas en el conjunto, en espera de que alguien –yo en este caso– las saque del olvido y las sitúe momentáneamente en el frontispicio del interés.
Lo que ocurrió en 1924, cuando Wifredo Lam estuvo en Cuenca, es una circunstancia que invita poderosamente a la imaginación de quien quiera recrear el ambiente, las circunstancias y las calles de aquella ciudad en la que el joven artista se integró durante más de un año. Podemos intentar adivinar qué impresión produciría en la conservadora ciudad, nada acostumbrada a recibir visitantes extranjeros, y menos de otro color de piel, la imagen de aquel mulato, mitad chino (por parte de padre) y mitad oscuro (por su madre), alto, musculoso, bien parecido, guapo y sin duda de aspecto muy interesante, que recorría calles y rincones de una manera incansable, pintando sin parar.
Había nacido en un pueblecito de Cuba, y en la Escuela de Bellas Artes de La Habana empezó a estudiar, decidiendo continuar su aprendizaje en España. Conoció varias ciudades históricas y en Madrid entró como aprendiz en el estudio del pintor Álvarez de Sotomayor. Volvemos a abrir paso a la imaginación para concebir un ambiente estudiantil, en el que hay tiempo para fiestas y francachelas que le permiten conocer a un joven estudiante de Medicina, Fernando Rodríguez Muñoz, quien en un arranque de camaradería lo invita a visitar su ciudad, Cuenca, y Wifredo, que seguramente no tenía nada mejor que hacer, acepta venir a conocer esta extraña urbe de la que hasta ese momento no conocía absolutamente nada. Vino para conocerla pero se quedó el año entero, al amparo de la poderosa familia Conversa, de la que no hay que decir mucho porque es un apellido sobradamente conocido además de que, en aquellos momentos, el hombre fuerte de la dinastía, Cayo, era también el jefe del partido único implantado por la Dictadura de Primo de Rivera, la Unión Patriótica además de alcalde de Cuenca.
Durante ese intenso año de estancia en Cuenca, Wifredo Lam reside en un pequeño piso de la Plaza Mayor mientras que utilizó el edificio de El Almudí como estudio de trabajo. Había conseguido el encargo de hacer un gran mural para el mercado y a la vez otros muchos de particulares conquenses, además de ilustrar con un dibujo semanal la excelente revista La Ilustración Castellana. Se sabe que asistía a varias tertulias en las que participaban personas como Pérez Compans, Fausto Culebras, Marco Pérez, Miegimolle, etc. En la exposición colectiva que tuvo lugar en la ciudad en mayo de 1927, Lam aportó 17 obras que incluían dibujos, óleos y retratos, siendo uno de los grandes protagonistas de la muestra.
Sobre el impacto que pudieron causar en el joven artista algunas de las costumbres locales hay un testimonio, contado por él mismo en un libro biográfico escrito por Antonio Núñez Jiménez en el que cuenta lo que pasó cuando recibió un telegrama informándole que su padre había muerto. «Cuando se enteraron del telegrama, don Fernando le dijo que debía guardar luto. Se vio obligado a vestir de negro, con camisa blanca y corbata oscura. Lo hizo solo durante dos días, porque todo aquello le parecía ridículo». Por desgracia, la estancia de Lam en Cuenca proporciona a su biógrafo apenas un par de notas anecdóticas e insustanciales, nada que nos hable de sus experiencias locales, sus contactos artísticos o su trabajo, con lo cual carecemos de un testimonio directo que sería muy valioso.
Lo que sí hizo fue pintar de una manera incansable; fue una etapa extraordinariamente prolífica, abundante en retratos de personas y en paisajes, entre ellos los de Zoa Conversa, hija de don Cayo; el niño Dosantos, el carnaval de Villares, fantasías orientales y uno que llegó a ser muy famoso, El Bodegón del Toro, recreación del torico ibérico colocado en una alacena de la casa familiar, entre otras piezas de barro. Cuadros suyos pintados en Cuenca son Calle Castellana, La Casa de la Sirena, El abuelo Joaquín, Barrio de San Martín, El tuerto de Tiradores, La Gitanilla o una magnífica colección de retratos de personajes anónimos, tomados del natural. A los que se deben añadir los ya citados excelentes dibujos de La Ilustración Castellana que nos ambientan perfectamente sobre los detalles más íntimos de la vieja ciudad entonces, hace ahora cien años. Parte de esa obra pudo contemplarse en Cuenca durante una exposición organizada en la Fundación Antonio Pérez en septiembre de 2003, que recogía una colección de trabajos realizados entre los años 30 y 50 del siglo XX. En octubre de 1998, la Diputación Provincial acordó la compra de un retrato hecho por Lam a Juan Giménez de Aguilar, para incorporarlo a la galería de presidentes. Y La Casa de la Sirena me acompañó durante los catorce años que fui director del Teatro-Auditorio de Cuenca; la puse en la pared de enfrente de mi mesa de despacho, de manera que cada vez que levantaba la vista la encontraba, sugerente y magnífica.
Lam nunca más volvió a Cuenca pero siempre recordó la imagen de aquella oscura, tímida y silenciosa ciudad que dibujó con tanto acierto como cariño. Durante los dos o tres años siguientes, en verano, volvió a la residencia de los Conversa en Villares del Saz, donde también hay otra nutrida colección de cuadros. A partir de ese momento, su obra creció hasta convertirse en el artista cubano más importante del siglo XX y una de las figuras más relevantes de su época, con una pintura en la que acertó a mezclar sabiamente sus ancestros vinculados al espiritismo afroamericano con las técnicas vanguardistas desarrolladas por Picasso y sus compañeros de generación. A ello hay que unir una desbordante capacidad para la iluminación colorista, que impregna sus cuadros de una sensualidad que está ausente en otros artistas de la vanguardia. Esas cosas pasaban en Cuenca hace ahora cien años. Conviene recordarlas.