El insigne pensador y escritor vallisoletano Julián Marías, que falleció en Madrid en 2005, tuvo una muy intuitiva visión de Cuenca y de su paisaje singular y único. Marías visitó Cuenca más bien debido a la casualidad de sus circunstancias vitales. En sus memorias, concretamente en el tomo segundo, es en donde Marías amplía su recuerdo sobre su paso por Tarancón rumbo a Valencia, parando en Minglanilla en plena guerra civil española; además, es en sus prosas escritas, Ciudades, donde el filósofo y ensayista hace camino y reflexiona en tono metafísico interpretando felizmente a Cuenca en una comparación impagable con Venecia.
Florencio Martínez Ruiz dirá de esta comparación de Marías que «Cuenca-Venecia constituye el término de comparación y el punto de apoyo para considerar a nuestra ciudad como abandonada por el mar, mucho antes que los dogos hicieran sus bodas con la perla del Adriático, y todavía lo echa de menos».
Julián Marías recordaba de su infancia en la escuela a un profesor conquense, concretamente de Valparaíso, llamado Nemesio Priego, que vino a sustituir a otro maestro que había fallecido, dejando una huella profunda en su vida escolar. Nemesio fue mal acogido al principio pero con el tiempo Marías reconocerá que fue «hombre excelente, afectuoso, cumplidor. Usaba una correíta en vez de la vara; la verdad es que las usaban muy rara vez».
Julián Marías, que en los tiempos de la guerra fue republicano aunque muy crítico con las tropelías y asesinatos cometidos por milicianos socialistas y comunistas, inició un viaje, con dos amigos más, huyendo de la guerra y los asesinatos de Madrid hacia Valencia. Marías rememora cuando pararon en Motilla del Palancar o en Valverde de Júcar –no lo recordó con exactitud– en una venta para comer, pidiendo huevos con tomate. El posadero sólo tenía tres piezas, pero antes de servirlas, afirmó que en breves momentos sus gallinas pondrían nuevos huevos, y así fue, los comensales comieron huevos muy frescos y sabrosos…
«como un grito visual». Con estas palabas: «bravía, agresiva, sin reposo, como un grito visual», calificó y sintió Marías a Cuenca, la Castilla de los dos ríos, como a una ciudad con un paisaje impar, originalidad urbana, una de las ciudades más sugestivas del entorno europeo. Para el filósofo orteguiano, Cuenca era una ciudad difícil de olvidar, aunque no se la identifique por su monumentalidad como a Segovia o Granada. Cuenca en el pensamiento del maestro, –y al modo cervantino– se recuerda por sus viviendas, por cómo y dónde están. La ciudad está en lo alto, dejando en medio las hoces hondísimas del Júcar y el Huécar. Para Marías Cuenca, «no se limita a estar excepcionalmente 'situada'; es que está hecha de su situación, que llamaríamos mejor emplazamiento. Las colinas, las hoces, con sus álamos y chopos, que los flanquean y se reflejan en ellos, todo eso es la ciudad, forma parte de ella, y en grado eminente: más que los monumentos, más que el caserío, más que las formas de la convivencia. Pero no se entienda que Cuenca es un paisaje; el paisaje de Cuenca es otra cosa, está fuera de ella, lo encontramos más allá de los límites urbanos, incluso lo vemos desde la ciudad».
El autor de Historia de la Filosofía en su ensayo sobre varias Ciudades y con fotografías del mismo autor, sitúa a Cuenca paradójicamente como una ciudad lo más parecida a Venecia y la entiende así. Lo contradictorio del ser de ambas ciudades: llana la de los canales, escarpada la castellana; Venecia dulce y femenina y Cuenca bravía y agresiva; Venecia es el agua marina, Cuenca es el aire transparente y la distancia…
Marías piensa en los antípodas de las dos ciudades pero a la vez las entiende «inesperadamente» cercanas. Julián Marías nos invita a interiorizar en nosotros, que si pensamos en la distancia y diferencias de las dos ciudades, asimilaremos que Venecia nos hace pensar en Cuenca y viceversa, haciendo que, como coloquialmente decimos, los extremos se toquen, poniendo a Cuenca en el reverso de Venecia.