Hay un convencimiento generalizado (que no voy a contradecir) de que esta Semana Santa ha sido la peor de la historia reciente y eso parece que es verdad si se mira de manera exclusiva al aspecto exterior de la celebración, o sea, a los desfiles procesionales. Habría que tirar de periódicos y crónicas para llegar a encontrar en el pasado una fecha en que, como en esta, se produjera tal acumulación de suspensiones, hasta el punto de que es más fácil contar las tres que pudieron salir. Se comprende perfectamente la frustración de los miles de personas que están implicados en la organización y participación de este evento colectivo al ver cómo en un momento se venía abajo tanta expectativa. La madre naturaleza es implacable y suele actuar como le parece oportuno, sin atender a otras razones coyunturales. El habitualmente soberbio y prepotente ser humano, que viene experimentando tantos y tan importantes avances en todos los ramos del saber, desde la Medicina hasta la Inteligencia Artificial, pasando por la conquista del espacio, se muestra incapaz de domeñar los impulsos de las fuerzas naturales y entre ellos destaca por su espontaneidad la llegada de las lluvias, que aparecen cuando mejor les parece y actúan con la virulencia que les conviene, sin atender a más razones de peso. No siempre llueve a gusto de todos, ya se sabe.
Lo ocurrido se presta, como es lógico, a un rosario de impresiones pesimistas, empezando, como ya he insinuado, por las de las propias cofradías y hermandades, las más directamente perjudicadas, pero también ese otro sector económico, fundamental en nuestra ciudad, que es el turístico, igualmente presuroso a la hora de ofrecer un balance negativo al valorar las que considera cuantiosas pérdidas y ello a pesar de que hemos podido observar que, pese a todo, lluvia y frío incluidos, las calles de Cuenca (y el tráfico) han registrado una auténtica multitud de paseantes consumidores. A lo mejor el daño no ha sido tanto como parece, salvo que se hayan tenido en cuenta unas perspectivas tan exageradas que el retorno a parámetros normales se considera un retroceso. En esto, como en todo, cada cual cuenta la feria según le va.
A cambio, hemos podido disfrutar del espectáculo, siempre estimulante, de ver al borde de rebosar los cauces de nuestros generalmente decrépitos ríos. Estamos tan acostumbrados al tópico de la pertinaz sequía y al cansino deambular sin fuerzas ni corriente de las aguas del Júcar y del Huécar, que verlos tumultuosos y ruidosos produce (al menos a algunos de nosotros) una incontenible alegría y ello explica que las gentes vayan en romería a puentes y riberas a disfrutar del panorama. Sólo ha faltado un buen nevazo para que la satisfacción hubiera podido ser completa.
La otra dimensión de la Semana Santa, la de Música Religiosa, sí ha podido desarrollarse no solo con absoluta normalidad sino con un nivel cercano a la brillantez y ello hay que destacarlo porque puede significar que este grandísimo acontecimiento cultural se encuentra en vías de recuperar los niveles que tuvo hasta hace unos años y que había perdido a causa de una errática concepción de lo que es y debería ser. Vuelven las aguas a su cauce, podríamos decir por seguir la línea acuosa que viene marcando este artículo y una correcta programación, en que se han combinado propuestas del repertorio clásico con otras novedosas, ha sido suficiente para poder registrar una apreciable recuperación del público. Que la iglesia de San Miguel haya podido volver a ser escenario de conciertos es igualmente un hecho positivo y conviene destacarlo así, al margen de si la restauración realizada es o no acorde con lo que debería haber sido pero en estas valoraciones (vuelvo a repetirme) ya se sabe que las hay para todos los gustos; personalmente no me importa reconocer que a mí el resultado me ha parecido satisfactorio pero sabios doctores tiene el arte de la renovación arquitectónica que pueden opinar otra cosa.
Como me ha parecido realmente interesante el nivel de ocupación del Teatro-Auditorio de Cuenca. No hay nada más triste que ver esas salas con más butacas vacías que ocupadas. Cuando ocurre lo contrario, como en esta semana, una especie de regusto satisfactorio acompaña las agradables sensaciones musicales y eso tiene una especial aplicación en mi caso, desde una perspectiva absolutamente personal. Este sábado, 6 de abril, se van a cumplir 30 años de la apertura del que sigue siendo, estoy convencido, un emblemático símbolo de la siempre dubitativa actividad cultural en Cuenca. En aquella ocasión escribí un artículo en el que desarrollaba la idea de que, con ese acto inaugural, esta ciudad entraba en otra dimensión y así lo sigo pensando. Hay un antes y un después desde aquella primera actuación y también es un sentimiento satisfactorio comprobar que esa institución vuelve a ofrecer un comportamiento de dignidad acorde con su importancia, tras unos cuatro años anteriores que bien se pueden calificar como de auténtica catástrofe. La cultura, en general, y más en una ciudad como la nuestra, es algo de muy débil textura e inestable condición, por lo que en seguida se tambalea cuando se aplican criterios erróneos o, lo que es peor, cuando no hay criterios.
Con todo ello, toca dar la vuelta al calendario, dejar atrás la Semana Santa, con sus luces y sus sombras y mirar al horizonte inmediato, en el que ya parece asomar la primavera, con las perspectivas de buen tiempo que trae consigo. Al fin y al cabo, toca aplicar el remedio que conoce la sabiduría popular: borrón y cuenta nueva.