Aunque no me gusta autocitarme ni repetirme, voy a empezar recordando aquí algo que escribí una vez, hace mucho tiempo: «Como los caracoles, cuando salen a buscar el templado sol tras la lluvia, así también Óscar Pinar enarbola sus bártulos pictóricos de buena mañana y sale al aire libre» en busca de paisajes, rocas, ríos, rincones, plazas y plazuelas, calles, callejas que incorpora, en directo, a su lienzo, mientras admite la charla con alguien que, curioso, se le arrima en busca de conversación, quien sabe si esperando explicaciones sobre su forma de trabajar. Para entonces ya era uno de los últimos artistas de paleta y pincel al hombro y creo que, después de él, no queda ninguno que siga un sendero por el que han transitado notables figuras de la pintura, a quienes parecía normal plantar el caballete en cualquier recodo del camino y dejar que la mano diera forma a lo que captaba su mirada.
Óscar Pinar nació en Cuenca en 1927 y murió aquí mismo, cuando le faltaba un mes para cumplir los 90 años. Le gustaba recordar (y presumir) de que había sido discípulo de Fausto Culebras en la Escuela de Artes y Oficios de Cuenca que en un feliz momento puso en marcha la Diputación Provincial y que fue cancelada, como tantas otras cosas, cuando terminó la guerra civil. A ese periodo añadió luego otro en Madrid con Fernando Somoza, en cuyo estudio aprendió la técnica pictórica a la vez que era alumno libre del Círculo de Bellas Artes. Empezó a participar en certámenes en los años 60, obteniendo su primer galardón en 1962 (tercera medalla en el XXXIII Salón de Otoño de Madrid), al que siguió el primer premio en el II Concurso de Pintura de Belmonte (1964). Desde entonces participó en multitud de concursos, consiguiendo galardones en Barcelona, Toledo, Cuenca, Valdepeñas, Alcázar de San Juan y un larguísimo etcétera, porque fue uno de los más prolíficos y activos pintores conquenses, trayectoria que finalmente fue reconocida con su ingreso en la Real Academia Conquense de Artes y Letras, con un discurso sobre el tema Plástica y arte de mi tiempo. Tiene obra en multitud de colecciones particulares de varios países incluyendo los aficionados de Cuenca, en la que rara debe ser la casa que no tenga una pintura de Óscar Pinar.
Fue uno de los pintores más singulares que se podía encontrar en cualquier rincón de la ciudad, siempre tomando su inspiración directamente del natural, caballete al hombro y en el suelo, pinceles jugueteando sobre el lienzo, en busca de los matices que intenta desentrañar del paisaje real que tiene ante sus ojos. Envuelto en el silencio que apenas si pueden turbar los curiosos paseantes, Oscar mira y mide, analiza el color, investiga en el alma de las cosas y los árboles y esa forma de actuar la trasladó a los paisajes provinciales, que captó igualmente en multitud de cuadros, muchos de ellos referidos a la Alcarria, un terreno que le resultaba especialmente grato, pero no se crea que fue un pintor exclusivamente localista, porque también viajó con sus pinceles a tierras extrañas (Cataluña, Toledo, Madrid, Teruel, el norte cantábrico) hacia las que fue animado por su interés por las cosas y también se dedicó a la difícil especialidad del retrato, en la que consiguió algunos de expresividad tan cercana como de trazo enérgico, vigoroso.
Sus manos se movían de manera incesante, sin parar ni un momento, aunque estuviese mientras hablando, con la destreza natural incrementada por una experiencia de años, hasta recorrer un camino en el que, dentro de una corriente clasicista, mostró siempre un espíritu evolutivo a la búsqueda de las formas y los colores que acabaron por definir un estilo inconfundible.
Óscar tenía siempre una rara seguridad en sus opiniones y un encomiable sentido de la exigencia, propia y hacia los demás, que manifestaba de manera constante, expresando un saludable espíritu crítico. Se le podía encontrar en cualquier momento, en los más insospechados rincones urbanos, siempre con su apacible apariencia de campesino al que no faltaba el sombrero de paja protector del sol ni los necesarios aparejos pictóricos, rastreando con persistencia los más íntimos recodos de una ciudad que, aparte de ser suya, pintó de manera constante, buscando siempre un aliento distinto, algo diferenciado porque, como él mismo me dijo en más de una ocasión, no hay dos momentos iguales ni la luz es la misma dos días seguidos. La luz, encontrarla, apresarla, era el gran objetivo de una mirada intensa, viva, inquieta, que penetraba entre las apretadas hojas de los chopos y los intersticios de las rocas.
Con el paso de los años no amainó en modo alguno su carácter reivindicativo, con un punto protestón y exigente, que expresaba con el más absoluto desparpajo en voz alta, sin importarle en absoluto la calidad o categoría del oponente. Era claro y abierto, como su propia pintura. Con su muerte, desapareció de las calles y los paisajes de Cuenca alguien que había llegado a ser parte integrante de esos lugares, como si fuera un elemento más, tan profunda e íntima era su vinculación al espacio que lo rodeaba, de manera tal que al desaparecer, cumplido su ciclo vital, se produce un vacío, notamos la ausencia de alguien que durante muchos años ha estado integrado en nuestra visión de un escenario en el que, de pronto, aparece un hueco y eso cambia por completo la percepción que tenemos del conjunto. Y eso ocurre, me parece, con la figura de Óscar Pinar, al que echamos de menos con su caballete y pinceles en cualquier recodo del camino, sabiendo que ya no lo volveremos a encontrar.