Un grupo de esforzados paladines en el territorio donde anidan los sueños y las utopías lleva algún tiempo empeñado en resucitar un viejo proyecto que en su época tuvo una hermosa vigencia hasta que se evaporó de forma súbita, pasando a quedar sepultado en ese otro ámbito en que se acomodan las frustraciones. Hablo del que se llamó en su momento El Triángulo Manriqueño, que en la primavera de cada año y a partir de una iniciativa absolutamente personal y particular, o sea, privada, intentó revitalizar la vida de algunos de nuestros pueblos manchegos, los vinculados a la personalidad de Jorge Manrique, desarrollando una propuesta ciertamente imaginativa, a caballo entre lo cultural y lo lúdico, entre la poesía y la gastronomía, combinando la esencia del Renacimiento con las metodologías de la modernidad. Fue un primerísimo intento de insuflar vida en la que todavía no se llamaba la España vacía, aunque ya entonces lo empezaba a ser.
Sobre la figura de Jorge Manrique aleteó, durante años, la pasión y la dedicación de Cristian Casares (y la mantuvo en vilo, hasta su temprana muerte, en 2002). Él mismo contó en cierto momento el cómo y el por qué de este seguimiento, que concretó en un montaje escénico de características únicas: «Con El enamorado de la muerte he intentado, con la única arma que me da mi oficio de teatrero, saldar mi deuda con una zona y un poeta que me atrapó hace varios años. En el 79, al frente de mi carro de cómicos, con un entusiasta grupo de estudiantes conquenses, recorrimos la provincia de Cuenca contando la vida y la muerte del poeta que, quinientos años antes, había venido a morir por aquellos humildes lugares».
El Carro ya existía y con él estaban haciendo teatro ambulante por los campos y pueblos de Castilla. Los primeros cómicos fueron Lola Griso, Gloria 'La Nava', Pepelu Saiz, Manuel Bode, Eduardo Holguin, Joan Casola, Pep Armengol y Carlos Tristancho, a los que acompañó en el primer tiempo de la aventura, un amigo, Alberto Diez Alegría, que gracias a su apellido contribuyó a eliminar algunas dificultades. Eran tres catalanes, tres extremeños, un navarro, un valenciano, un andaluz y un conquense. Ellos construyeron el carro y estrenaron la primera obra en Sigüenza, el 15 de agosto de 1975, dando así lugar a la gira inicial que concluyó en Turégano (Segovia).
A bordo de su espectacular tinglado ambulante, el grupo recorría los pueblos de la Mancha y de la España interior escenificando espectáculos clásicos, entre ellos el alusivo a la figura de Jorge Manrique, idea que Casares completó en 1995 con otra verdaderamente genial, el Triángulo manriqueño de naturaleza literaria y lúdica que cubría etapas en los tres pueblos próximos que jalonaron los últimos días del poeta: Castillo de Garcimuñoz, donde fue herido; Santa María del Campo Rus, donde murió y Uclés, en el que fue enterrado. En la expedición participó también el fotógrafo Arturo Luján, que captó una extraordinaria colección de imágenes de aquella singular actividad.
Con estos poderosos mimbres, Casares comenzó a tejer una historia apasionante, mitad literaria mitad turística, con el propósito de engarzar uno y otro sitio, vértices todos ellos de un triángulo que mira, acaricia y respira La Mancha. Cada año, al caer abril, un día festivo próximo al 23, un grupo de personas, cada vez más numeroso, hacía la ruta manriqueña, para vivir el calor de pueblos que muchos nunca habían pisado, y en ellos oír música del renacimiento, saborear la comida recia de la comarca, bailar al son de viejas danzas y revivir aquel tiempo final del siglo XV, cuando el medioevo perdía su carácter y un nuevo tiempo llamaba a la puerta. La muerte de Cristian Casares y el desinterés de instituciones poco predispuestas hacia estas cuestiones escasamente rentables en materia electoral agotó la iniciativa que, plácidamente, sin ruidos ni alharacas, terminó por diluirse en la nada.
Generalmente, este tipo de ideas y proyectos, una vez que decaen, terminan por desaparecer y pasan a engrosar el amplio repertorio de lo que fue, pudo ser y dejó de serlo. Así ha venido ocurriendo en los últimos años pero en este caso, para sorpresa de muchos (yo me incluyo) ha surgido ese grupo de entusiastas recuperadores de la historia y del sustrato cultural que no sabe de modas o tendencias y parece empeñado en volver a dar forma a aquella singular aventura.
Santa María del Campo Rus se configura como el punto central de este movimiento manriqueño. Hay un proyecto ya en marcha para dar forma a un centro de estudios manriqueños con un recinto museístico en el que se van reuniendo muy variados elementos en torno a la figura del caballero poeta, como libros, esculturas, escritos, un políptico del pintor Víctor de la Vega y, como remate genial, el carro que utilizó Cristian Casares en su ciertamente singular aventura teatrera ambulante. A todo ello hay que unir el firme propósito de recuperar la antigua celebración que tanta vida y emociones proporcionó a estos pueblos, siempre necesitados de estímulos, en esa sabia combinación de cultura y turismo, para saber día a día que están vivos y tienen un espacio adecuado en el mundo.