El cacharro tiene apenas unos meses de vida, pero uno de cada diez adolescentes estadounidenses lo utiliza ya para hacer los deberes. Y un tercio de sus profesores preparan las clases con inteligencia artificial. Lo usan las empresas para evaluar sus conversaciones con clientes y comprobar si mienten o dicen la verdad cuando emiten reclamaciones basadas en promesas telefónicas. Lo empiezan a usar los bancos con la idea de sustituir a quienes se salvaron tras la primera digitalización. Lo están probando los despachos de abogados para ver qué pasa cuando en lugar de sus personas el trabajo lo hace un algoritmo.
Entre todos, subimos diariamente toneladas de información confidencial a las tripas del Gran Ojo sin que nadie sepa con claridad adónde va a parar todo eso. Datos personales, documentos de identidad, sentencias judiciales... Y para procesarlo todo, se consumen cantidades ingentes de energía, agua para enfriar los sistemas, toneladas y toneladas de componentes, materiales, cascadas de silicio.
El cambio que ha supuesto internet es un proceso a cámara lenta frente a lo que nos viene. Se prevé algo fulgurante, radical y potencialmente destructivo. No hay una sola multinacional en el planeta que no esté ahora mismo estudiando cómo va a afrontar la transformación, incluidos los procesos de destrucción de puestos de trabajo. Cuentan que Carlos Slim puso reticencias porque el acuerdo monopolista que tiene con el gobierno mexicano pasa por crear empleo. Pero, al final, los ejecutivos de América Móvil le convencieron de que, si no lo hacía él, lo haría la competencia y hundiría su negocio. Pronto los gobiernos tendrán que elegir entre quedarse fuera de la carrera o tirarse a un abismo que nadie sabe cómo acaba.
Mírate al espejo. Tu obsolescencia está siendo programada en este preciso momento. Está bien que perdamos el sueño con las cuitas mundanas de nuestra pequeña provincia meridional. En algo andarían los dinosaurios justo antes de que impactase el asteroide.