Ahora resulta que cantar villancicos es contracultural. Sin quererlo ni pretenderlo. Lo transgresor es la tradición y lo establecido con calzador es aquello que no tiene nada que ver con lo que se celebra en Navidad. Para ser un progre con galones ya no sirve con felicitar las fiestas sin más. El siguiente paso es desear la bienvenida al solsticio de invierno o despedir al otoño, que puestos a ser horteras da igual una cosa que otra. Llegará el momento -no está lejos- en que una ronda navideña, con zambombas, panderetas, violines y almireces, se verá como de otro planeta mientras, un mes y medio antes, por el Día de Todos los Santos, se normaliza un desfile con payasos asesinos, brujas por doquier y la familia Addams al completo. Por el camino, te hablarán de la masificación que sufre el centro de las grandes capitales durante las navidades, del consumismo, de esas cenas tan horrendas con suegras y cuñados y de no sé cuántas milongas más.
No sé muy bien a dónde vamos, aunque haya indicios que nos señalen el camino. Lo que sí tengo claro son nuestros orígenes y estos días me agarro a ellos como elemento entre salvador y sanador de lo que está por venir. Me sumo a las zambombadas numerosas, en las que un millar de personas de generaciones muy distintas recuperan los villancicos más clásicos y universales y también los autóctonos de cada lugar. Comparto la música y el trago largo con aquellos que se resisten a enterrar lo que les enseñaron sus padres y sus abuelos. «Pastorcillos del monte venid, venid. Pastorcillos del monte, llegad, llegad. Y veréis al Mesías, lo verán, lo verán». Porque nace un niño con un mensaje cada vez más innovador: enseñarnos a vivir. Esas letras que entonces sí que eran rompedoras, sin necesidad de caer en la zafiedad de reguetones, del trap y de la madre que lo parió. Temazos de ronda que, en ocasiones, se apartaban por unos minutos del motivo de la Navidad y se convertían en una especie de canción protesta que aireaban aquellos días de Navidad, en los que el altavoz de la calle se amplificaba. Así, la ronda del Alamín, uno de los barrios más castizos de Guadalajara, cantaba y canta: «Son las once y dan las diez, la gente muy descontenta, si no nos suben el sueldo, ya no cortamos más teja. Ya no cortamos más teja, ni tampoco más ladrillo, si no nos suben el sueldo, nos vamos al Monte Pío. Y entre el Justo y el Eustaquio y el gafotas del Listero se han comido cuatro pollos a costa de los obreros».
Revisando fotos de esta última década, hay compañeros de la ronda del Alamín que nos han ido dejando en silencio. Músicos cuya voz o instrumentos siguen sonando en nuestra memoria. El tono rasgado -roto por momentos- de Mariano García, el violín de Carlos Orea y el almirez de Ángel Calvo. Ellos también heredaron un legado que cuidaron. Con la distancia y la perspectiva que siempre da el tiempo, se convirtieron en auténticos transformadores, simplemente por conservar lo que habían aprendido.
Estamos en deuda con los que nos antecedieron. De ahí la necesidad de seguir celebrando con los que estamos y de querernos algo más. O, simplemente, algo. En deuda con los que menos tienen y se acercan a estas fechas con la esperanza de recibir la generosidad del que se encuentra a escasos metros, aunque a veces la distancia se haga eterna. No hace falta ser cristiano, con parecerlo de verdad es suficiente. ¡Feliz Navidad!