Escribo estas líneas en la madrugada del Viernes Santo, en la soledad de mi despacho, frente a la eterna hoja en blanco, y vive Dios que me siento raro hasta límites increíbles. Tengo ante mí mi tambor, el mismo que heredé de mi padre, fallecido un domingo de Resurrección muy lejano, hace la friolera de cuarenta y dos años; es ese mismo tambor que, como buen hellinero, he de legar a mi hijo Juan, para que, si a bien lo tiene, lo legue, a su vez, a su hijo. Así son las cosas, nos gusten o no.
Durante toda la tarde del Jueves Santo he estado tentado de ponerme un atuendo cómodo, coger la túnica negra, el pañuelo blanco, el tambor, meterlo todo en el maletero del coche y salir como un tiro hacia Hellín, mi pueblo, tal y como hice desde que las circunstancias familiares nos hicieron salir del pueblo, en 1963, y trasladarnos a Albacete. Sesenta años llevando a cabo puntualmente un rito, tan entrañable como duro, reconozco que marca a fuego el alma.
Ha sido una lucha sin cuartel conmigo mismo, se lo puedo asegurar a quien me lea. Esos dos "yo" que llevamos dentro, prendidos en el alma, han sostenido una ardua disputa con el tambor como testigo. Por un lado las centenares de imágenes de toda índole, las decenas y decenas de rostros, en su mayor parte devorados por la tierra, el aroma de azahar, de jazmín, de rosa y clavel que se respira al traspasar el umbral del templo de la Asunción y encontrarse con los cofrades entregados en cuerpo y alma al afanoso ejercicio de embellecer los tronos; la energía desbordante con que los jóvenes costaleros llevan como si fuera una pluma por el Rabal al Cristo de Medinaceli; la destreza con la que otro grupo de esforzados cofrades sacan de rodillas a la bellísima imagen de la Virgen del Dolor del templo de los capuchinos… El entusiasmo colectivo de un pueblo que vive para su Semana Santa, en cuyo transcurso puede perfectamente acaecer algún milagro en forma de encuentro gozoso o de recuerdo impactante, como le ocurrió a Proust con la tan traída y llevada magdalena.
No puedes renunciar a sacarme un año más, insiste el tambor; son demasiados días soportando el silencio; ardo en deseos de sentir los redobles sobre mi piel, de mezclarme en esa dichosa algarabía con mis veinte mil congéneres venidos, como tras una larguísima peregrinación, a confluir en las calles de tu bendito Hellín. ¡Por favor, no me defraudes, no me dejes enmudecer un año más! Como cualquier instrumento que se precie, el tambor es convincente. Pero, ¿no ves que va a llover a cántaros?, arguyo; lo vienen anunciando, como tantas veces estos últimos años; es como la venganza divina contra la frivolidad del mundo. Monsergas, excusas, pretextos… Te has aburguesado, amo. No eres ni la sombra de lo que eras. Me avergüenzo de ti…, exclama con amargura. Sabes que te esperan en la peña de los Sereneles… No los dejes plantados otro año, ¡por favor! Y, como no sé qué alegar, cierro los ojos, me tapo los oídos y opto por tragarme las lágrimas que empiezan a discurrir por mis mejillas mientras evoco los rostros de Juan Antonio, de Victoriano, de Justo, de Antonio, de tantos y tantos que se fueron, o de otros íntimos, como Segis, como Ramón, Deo, Pepe… Un mundo que se derrumba a pasos agigantados a nuestro alrededor, y que nos mantiene pegados en nuestro sillón, ahogados por la nostalgia. Las generaciones se suceden como las olas del mar y quien no se somete a esa disciplina está muerto.
Al final, vencido por los años y los achaques, escuchando los lamentos del alma, y esperanzado, al menos, por los encargados de tomar la vieja antorcha del relevo, repito como una plegaria los entrañables versos del poeta Tomás Preciado: "Tambor, tambor hellinero, / al que mi sangre se aferra; / para cuando muera quiero / yacer aquí en esta tierra / como un buen tamborilero".