Uno de los problemas singulares que plantea el ejercicio cotidiano de escribir es el de acertar con el título. Da lo mismo que sea un libro, llamado a permanecer indefinidamente en las estanterías, que un artículo como éste, que será flor de un día o, a lo sumo, de dos o tres para quienes curioseen por las redes. Un título adecuado, rotundo, expresivo, capta la atención del lector y le anima a dar el paso siguiente, el de penetrar en el contenido. En otras ocasiones, sobre todo en la prensa, el titular puede ser suficiente para espantar el interés y pasar la página. Entre los aciertos que he podido encontrar a lo largo de mi vida hay uno que me acompaña siempre, el de un artículo de Federico Muelas, Al poeta Eduardo de la Rica, que tiene libertad, sonrisa y perro. Lo publicó en el diario Ofensiva, el 18 de junio de 1961 y en él se consideraba «deudor extenso de páginas para ti y para tu obra» a la vez que se lamentaba de la indiferencia colectiva de Cuenca hacia la labor realizada por el ya veterano poeta mientras se prodigaba «la bovina adscripción del zurupeto» a cualquier cantamañanas, de los que había, y sigue habiendo, numerosos ejemplares. Me pregunto cuántos de los jóvenes y entusiastas poetas que en estos tiempos de guerras, desánimo y crisis continúan sintiendo la llamada del verso (libre, por supuesto; de rimas me parece que ya no queda ninguno) conoce el nombre y la obra de Eduardo de la Rica y el ímprobo trabajo que desarrolló en favor de la poesía, en general.
Nació en Cuenca en 1914 y aquí se quedó siempre, hasta morir en 2010. En los periódicos conquenses anteriores a la guerra civil 1936-39 es posible encontrar algunos encantadores dibujos firmados por Diderot de la Rica. Así, bajo el amparo de uno de los más ilustres dirigentes de la Enciclopedia francesa, fue cívicamente inscrito en el Registro por su padre, Felipe de la Rica, republicano y ácrata, quien habría de ser un escritor de firme verso y admirable personalidad humana, obligado, como es natural, a cristianizar su nombre tan pronto terminó la guerra civil y vientos nacional-católicos azotaron el país. Desde su niñez mostró interés por el dibujo, la lectura y, sobre todo el cine, el gran invento casi en sus inicios entonces. A través de esas vías acumuló una sólida cultura que fue enriqueciendo durante toda su vida, a pesar de que una tendencia innata al retraimiento le alejó, sobre todo en sus últimas décadas, de boatos y ceremonias. Antes, sin embargo, formó parte de la activa tertulia organizada en el café Colón que tenía en Federico Muelas un pilar esencial. Funcionario del Estado, destinado en la delegación de Hacienda, a mediados de la década de los 50 empieza a publicar algunos de los versos que estaba escribiendo desde la niñez y que desemboca en una hermosa aventura literaria, El Molino de Papel, que nace en 1955 bajo el impulso colectivo de Andrés Vaca Page, Amable Cuenca, Miguel Valdivieso y el propio Eduardo de la Rica, que a partir del número 13 queda como único responsable de la edición, a la que hizo cumplir, con un enorme esfuerzo personal, el número 50 y último.
La importancia de esa empresa cultural, no financiada por ninguna institución pública, ha hecho olvidar, en buena medida, el notable valor que, como poeta, tiene el propio Eduardo de la Rica, sin duda una de las voces más valiosas, si bien íntimas, de las surgidas en Cuenca, alejada de cualquier cosa que tenga que ver con la publicidad y el protocolo. Como explican dos expertos, Hilario Priego y José Antonio Silva, «en sus versos se han señalado influencias como la de la poesía pura juanrramoniana o la de algunos autores del 27 (Jorge Guillén, sobre todo), pero su fuente de inspiración más fecunda hay que buscarla, quizá, en T.S. Eliot, de quien tomó una cierta tendencia a mezclar imágenes reales con elementos o símbolos que sólo se pueden explicar en clave personal y desde el mundo del inconsciente». Nunca participó en concursos y, por lo tanto, tampoco nunca ganó un premio literario. A los dos autores que acabo de mencionar se debe una luminosa edición de El Molino de Papel, que recomiendo a quienes sientan que se les despierta el interés por conocer esta singular colección, cuyos números originales son ya imposibles de encontrar, ni en anticuarios.
La obra de Eduardo de la Rica es corta, apenas siete títulos, bastante espaciados en el tiempo. Entre las cosas que me satisfacen de mi paso por la vida se encuentra el honor, la satisfacción, el íntimo orgullo, de haber editado su última obra, Tiempos y aire de Cuenca (1997), lo que me permitió mantener con él un contacto aún más directo y personal del que ya habíamos tenido durante años de sosegada y amistosa relación, cuyo momento culminante fue cuando fundamos el Cineclub Chaplin. Estábamos reunidos los promotores en el saledizo de la Casa de Cultura y habíamos entrado en el proceso de buscar nombre a la criatura que estábamos ayudando a nacer. Cada cual decía lo que le parecía, como es natural, y entre el coro desordenado se oyó la suave, amistosa voz de Eduardo de la Rica: Chaplin, dijo y los demás pensamos que así hablaba la voz de la razón y el sentido común.
Era un hombre bondadoso y tímido, nada amigo del folklore mediático. Tenía una de las mayores virtudes que se puede encontrar en un ser humano, la ironía. Era escueto en la expresión, sutil en el contenido de la frase, con un elegante sentido del humor y una capacidad natural para decir lo justo, en el momento apropiado. Esta forma de ser le permitía emitir atrevidos juicios, sin malicia, pero demoledores, sobre la opinión que le merecían situaciones y personas que en otros casos habrían recibido improperios de grueso calibre pero que en su voz era apenas una suave admonición. Poseía una enorme cultural, sobre todo literario y una impresionante red de contactos que le permitió incluir en la revista a nombres de primera fila, aparentemente inaccesibles para una humilde publicación provinciana.
En 1934 comenzó a escribir un diario que llevó puntualmente al día hasta que decidió destruirlo, con la llegada del siglo XXI, dejándonos huérfanos de un inmenso caudal de sabiduría observadora. Cuando me lo advirtió, intenté disuadirlo de que llevara a cabo semejante propósito pero era tarde, porque ya lo había puesto en práctica. De esa forma perdimos un testimonio valiosísimo de alguien que fue testigo solitario de un tiempo que contempló y vivió con libertad y una escéptica sonrisa, mientras paseaba a su perro por la calle.