Una de las muchas cosas paradójicas que suceden en la siempre sorprendente ciudad de Cuenca es que su máximo y más considerado galardón, el de ser Patrimonio de la Humanidad, se le concedió nada menos que por su condición de ciudad fortificada, cuando la realidad que tenemos al alcance de la vista nos dice que de tales presuntas fortificaciones apenas si quedan en pie unos ínfimos y desaliñados restos. Para que un ámbito edificado se pueda considerar fortificado debe contar con una apreciable dotación de elementos, empezando por el castillo, como punto central del sistema, siguiendo por el recinto amurallado e incluyendo las puertas que le daban acceso. De todo ello, en Cuenca queda un desmochado castillo, que entre unos y otros además de la desidia local contribuyeron a dejar reducido a un montón de piedras informes; la muralla se puede localizar con pequeños fragmentos en varios puntos de lo que fue todo el recinto y ello contando con algunas recuperaciones modernas; y en cuanto a las puertas, no queda ni una en pie. De eso quiero hablar hoy, de las puertas que daban acceso al espacio urbano situado tras ellas, lo que hoy llamamos casco antiguo o, con más propiedad, histórico.
Hay algunas discrepancias sobre el número exacto de puertas que hubo en Cuenca y resulta difícil establecer un criterio absolutamente seguro para dilucidar la situación entre las aportaciones de los investigadores. De las varias que he consultado, me parece como muy acertada la que establece al señalar que en el siglo XV existían diez entradas a la ciudad: Puerta de Huete; Puerta del Postigo (o de Santo Domingo), en las Escalerillas del Gallo; Puerta de Valencia; Puerta de Santa Cruz con bajada hacia el Húécar, como por la Puerta de San Martín; Puerta de Santa María, llamada después de San Pablo; Puerta del Mercado, frente a las Carmelitas y separada por un foso del castillo; Puerta de San Bartolomé o Puerta Nueva hacia el río Júcar; La Coracha y Puerta de San Juan (o de Santibáñez, según la grafía antigua). A ellas añade otras posteriores: el Postiguillo de San Miguelillo, en el barrio del Retiro y el del Puente de los Descalzos. A ellas se podría añadir la que parece ser la más antigua de todas, correspondiente al periodo medieval y hoy difícilmente identificable, como la Puerta de la Buharda (que ya en 1512 era llamada la puerta vieja), por la que desde la Plaza Mayor se bajaba al río, más o menos por donde hoy está la iglesia de San Miguel.
Es preciso recurrir a una fuerte imaginación para concebir esa estructura urbana, con el castillo, poderoso y bien robusto, en lo más alto del cerro, con la doble línea amurallada descendiendo desde él por ambos lados para rodear todo el espacio habitado, apoyándose en el roquedo para dar forma a una estructura ciertamente protectora y en la que se abrían a trechos, las puertas que permitían no solo el tráfico de personas y caballerías, sino la entrada y salida de los productos que abastecían a los habitantes y el control tributario de los derechos que unos y otros tenían que abonar. Todo ello se empezó a venir abajo cuando llegaron los tiempos de la modernidad y en algunos sitios encontraron la forma adecuada de conservar lo que podía ser no sólo útil sino también visualmente atractivo, mientras que en otros, ay, decidieron arramblar con todo y destruir lo que pensaron que podía ser molesto para la irrupción de lo moderno. El tráfico, en especial, fue el principal enemigo declarado para que Cuenca pudiera conservar alguna de sus puertas.
Resulta muy agradable ir a lugares en que encontraron la fórmula adecuada. Ver la Puerta de Alcalá en Madrid, o la de Bisagra, en Toledo, son dos buenos ejemplos. Aquí mismo, en nuestra provincia, hay otros casos magníficos, en Alarcón, Belmonte o Cañete, por ejemplo, lugares por los que es muy estimulante pasear y comprobar cómo esos restos venerables del pasado se integran con toda normalidad en el barullo cotidiano de la vida moderna.
En el caso de Cuenca lo tuvieron claro. El 25 de noviembre de 1864, un grupo de vecinos de las calles de la Moneda y Bronchales (actual Alonso de Ojeda), amparándose en sus deseos de conseguir «comodidad y condiciones higiénicas», plantean al Ayuntamiento «que se habilitase la subida de la Puerta de Valencia para que los carruajes pudiesen con comodidad ir al Pósito y al Peso Público». La petición se tradujo, con extraordinaria prontitud y eficacia, en el acuerdo municipal de «derribo de la Puerta de Valencia y con el objeto de que por aquel sitio puedan subir los carruajes al Pósito por la calle de la Moneda, que desaparezcan previa expropiación las casas que desde la referida Puerta forman línea hasta la entrada de la calle de la Moneda». Y de esa forma se eliminó de un plumazo una de las históricas puertas que se abrían en la línea amurallada que circundaba la ciudad. No hicieron falta informes técnicos ni se alzó ninguna voz en demanda de protección para el patrimonio histórico. De la Puerta de Valencia no sobrevive ni siquiera un dibujo que pudiera darnos idea de cómo era realmente, aunque en el pretil del puente sobre el Huécar hay un mínimo fragmento que parece pudo corresponder a aquella obra.
La situación es similar a lo que sucedió con las demás puertas. La de Huete o de Madrid, a la entrada del puente de la Trinidad, fue igualmente demolida para que el tráfico, ese poderoso señor que domina la vida de las ciudades, pudiera discurrir con comodidad hacia la parte alta de la ciudad; de las otras prácticamente no queda rastro, salvo el nombre en la de San Juan o en esta de Valencia, denominación adjudicada a la calle de sus inmediaciones. Nos queda, eso sí, la imaginación, un elemento muy poderoso en los seres humanos, que nos permite recrear la ciudad que fue y ya no existe, cuando era un espacio fortificado, con castillo, murallas y puertas, elementos inexistentes que sirvieron a la Unesco para dar a Cuenca el reconocimiento de Patrimonio de la Humanidad. Qué ironías ofrece la vida.