Siempre que hay ocasión, como ahora, me gusta recordar que la Feria del Libro llegó a Cuenca con la Democracia. Antes de ese feliz momento había ocasiones esporádicas en que se celebraba algo relacionado con el libro o la lectura. Sucedía, por ejemplo, en forma de un acto académico en el Instituto, el 23 de abril, en el que un profesor desgranaba una conferencia dirigida a sus alumnos para encomiar el valor de la actividad lectora o en esa fecha algunas veces, no siempre, se escenificaba el ritual de que los profesionales libreros sacaran ejemplares a la venta en el escaparate callejero. Era, por decirlo de alguna manera, una celebración doméstica, con un cierto punto entrañable, apropiado a lo que se podía esperar de una pequeña ciudad provinciana.
Ese esquema, tan simple, cambió radicalmente con el primer Ayuntamiento salido de las urnas democráticas en el que figuraba un concejal responsable de un departamento llamado Cultura y a él, al titular de esa novedosa concejalía, Pedro Cerrillo, se le ocurrió poner en marcha el invento que surgió, como sucede siempre con todas las invenciones culturales, entre las dudas de muchos y el apoyo entusiasta de otros. Era el mes de agosto de 1979, como preámbulo a las fiestas de San Julián y el lugar elegido fue el pabellón polideportivo El Sargal, donde quedaron instalados nueve stands que entre los días 18 y 22 vinieron a sacar el libro si no a la calle, en sentido estricto, sí fuera del espacio habitual en que se acomodan. Podemos decir, sin exagerar que fueron nueve los arriesgados valientes que decidieron asumir el riesgo de lo desconocido. Como complemento lúdico llamado a hacer compañía a los libros, la organización contrató a varios grupos de títeres y guiñol. El pregón inaugural estuvo a cargo de José Ángel García y quienes entonces teníamos libros que presentar y poca o ninguna experiencia en semejantes ceremonias hicimos de tripas corazón para cubrir el expediente y participar en la ceremonia de firmar ejemplares. Me estremece ahora repasar la lista de los firmantes y encontrar que entre ellos quedamos muy pocos supervivientes: Manuel Real Alarcón, Florencio Martínez Ruiz, Luis Calvo, José Luis Lucas Aledón, Rodrigo de Luz, Rafael Alfaro, Pedro Cerrillo, Dimas Pérez, Fernando Zóbel y Ángel Luis Mota forman la nómina de los desaparecidos. A todos los recuerdo con un profundo afecto.
El Sargal era un horno. Aún no se había inventado el aire acondicionado y entre el calor natural agosteño y el que transmitían las sólidas placas de la techumbre, la multitud que se apiñaba en el recinto sudaba de lo lindo, pero lo asumía con buen humor y espíritu solidario. Eran otros tiempos, claro. Al final del evento, resumiendo lo ocurrido, Diario de Cuenca titulaba: «Inesperado éxito de público en la I Feria del Libro», idea que volvía a repetir al comienzo del texto, calculando que habían pasado ya más de cinco mil personas por el recinto de la actividad, opinión compartida por los libreros, que calculaban haber vendido medio millón de pesetas, lo cual era verdaderamente una cifra entonces muy respetable, hablando de un producto tan frágil.
Uno de los problemas de la Feria del Libro de Cuenca es la ubicación. El Sargal era incómodo y duró unos cuantos años. Luego pasó al Parque de San Julián, sin duda un ámbito más agradable pero también inadecuado por el horroroso piso de arena que tiene y por el daño indudable que este tipo de actos revierte sobre la cubierta vegetal. Hubo otros intentos en algunas calles. La experiencia de la Plaza Mayor, por una sola vez, resultó una catástrofe y no se ha vuelto allí. El sitio actual, en la Plaza de España, tampoco es el mejor y menos ahora con la espantosa presencia del ruinoso y antiestético mercado. Este sigue siendo un asunto pendiente de que alguna mente lúcida sea capaz de encontrar un lugar que reúna todas las condiciones, o sea, amplio, cómodo, agradable y asequible. Seguro que hay alguno. Sólo hay que dar con él. Sí parece haber consenso generalizado en las fechas primaverales, adecuadas, con permiso de la lluvia.
De manera que nos disponemos a vivir un año más la grata experiencia de la Feria del Libro, que será abierta, como marca la tradición, con un pregón encomendado a una figura de lustre mediático, Sonsoles Ónega en este caso, presencia que garantiza lo que más interesa siempre al gremio político: una nutrida asistencia de personas, porque está claro que un nombre así es un reclamo fijo, de manera que ya tenemos garantizado el lleno en la ocasión indicada. Es fácil predecir que a una buena parte de esas personas, seguramente la mayoría, les importa bien poco el libro, la lectura o incluso la cultura en general, pero se sentirán encantadas estando al lado alguien tan famosa, a la que pedirán autógrafos y se harán selfies para enseñar a la familia. Lo digo sin acritud ni ironía. Es fruta propia del tiempo que vivimos, como las estúpidas alfombras rojas de los festivales, sean de música o cine, por las que desfilan los protagonistas envueltos en absurdos ropajes sin ningún pudor por hacer el ridículo. Pero eso, a fin de cuentas, es solo la apariencia banal con que últimamente se envuelve casi todo.
Lo que importa es la esencia, lo que hay de verdad en el meollo de este asunto. El invento arriesgado de 1979 ha conseguido algo ciertamente difícil en un sitio tan inestable como Cuenca, donde son pocas las iniciativas capaces de permanecer en el tiempo y muchas las que han desaparecido, tras una corta existencia. Es verdad que la Feria del Libro ha ido cambiando de nombre, también al albur de caprichos incomprensibles, pero el título que permanece y al que todos aludimos es ese, el que utilizamos de manera habitual para referirnos a esta espléndida ocasión anual que nos permite encontrar un ámbito colectivo en el que desahogar la afición inalterable por el libro y la lectura. Parece que todo está preparado para que la fiesta, porque de una fiesta se trata, arranque con el ritual esperado. Sólo hace falta (crucemos los dedos) que no aparezca la incómoda visitante lluviosa capaz de estropear las mejores perspectivas.