Julián Pacheco fue la oveja negra de la familia, el hijo rebelde y respondón que pone en aprietos a todos los que están a su alrededor y en ese 'todos' hay que incluir al conjunto de la sociedad conquense, que vio, entre asombrada y molesta, cómo aquel joven sensible y prometedor, que manejaba hábilmente los pinceles, se descarriaba para entrar en las sendas procelosas donde cohabitan la protesta y la provocación. Nada hacía suponer tal cosa a quienes a finales de los años 50 del pasado siglo asistían complacidos a los primeros pasos pictóricos del incipiente artista, nacido en Cuenca en 1937 y que recibió unas escuetas clases de pintura a las que pronto dejó de asistir para probar suerte con la muleta taurina, participando en numerosas capeas por los pueblos de la provincia, hasta que el mortal accidente sufrido por un compañero de aventuras le hizo abandonar definitivamente los ruedos y las plazas públicas, a los 19 años. Vuelve a la pintura que practica tomando imágenes del natural en las calles y los paisajes de Cuenca y participa con éxito en una de las exposiciones de Educación y Descanso en Cuenca (1958), durante las fiestas de San Julián, ganando el primer premio, seguido de galardones similares en pintura, dibujo, caricatura y escultura en la Exposición de Artistas Conquenses (1959) y el primer premio en el V Salón de Pintores Conquenses (1960).
Con el dinero obtenido en este último concurso abandona Cuenca y se instala en Barcelona, montando taller en el Barrio Gótico, a la vez que amplia de manera constante su formación hasta esos momentos muy débil en materia artística y lo hace por la vía práctica, la del contacto directo con quienes entonces están en la cresta de la ola, especie ciertamente abundante en la capital catalana. Y expone, una vez y otra, hasta llamar la atención del prestigioso crítico Cirici Pellicer, que escribe: «Entre los más recientes artistas del núcleo catalán que corresponden a la corriente mundial del Nuevo Realismo cabe citar un inmigrante, Julián Pacheco, perfectamente encuadrado en su papel histórico, autor de importantes dibujos de paredes con inscripciones que son unas de las cosas más interesantes del Salón de Mayo de 1963». Y ello sin romper los lazos con su ciudad natal, a la que volvía de vez en cuando a la vez que mostraba su vinculación con la tierra haciéndose asiduo de la Casa de Cuenca en Barcelona, cuyas paredes decoró con pinturas al fresco, con motivos conquenses.
Alguien que en aquella época le conocía muy bien, no en vano ambos fueron colegas de viajes y francachelas, Raúl del Pozo, ofrecía en 1962 un singular retrato de Julián Pacheco: «Es la gran estrella. Nuestra gran estrella. Parece que lo estoy viendo, con esa mirada que tiene de bondad azul y fantasía; pero también lo veo entrar a los sitios con ligero aire de perdonavidas, y lo veo cínico, sí; pero enormemente hombre; aventurero, sí; pero extraordinariamente tierno; conquistador, sí, pero romántico y magnánimo. Julián Pacheco dará que hablar».
Pero a Julián le había llegado el momento del cambio, mental y posicional. En Barcelona no solo hay artistas, sino una corriente de pensamiento que no tiene nada que ver con lo que había conocido en la conservadora Cuenca. Toma conciencia de la necesidad de que el arte se implique en los movimientos sociales, más aún, en la denuncia de situaciones injustas. Su militancia política en formaciones de izquierda, acompañada de algunas declaraciones estentóreas y la aparición en sus cuadros de las primeras actitudes de tipo realista sobre las huelgas de los mineros en Asturias le aconsejan el camino del destierro, instalándose en París, donde forma parte de la exposición colectiva España libre en 1964, que recorre varias ciudades europeas; en el itinerario, descubre Urbino, cuyo ambiente le parece propicio y donde aprende la técnica del grabado y es descubierto por el mercado estadounidense, al que en adelante se dirigirá gran parte de su obra. Trabaja de manera incansable, realiza exposiciones individuales en varias ciudades europeas (Paris, Saarbrucken, Atenas) y finalmente decide fijar su residencia en Italia, en Brescia, donde desarrolla una activísima labor profesional y entra de lleno en la especialidad del grabado, que le producirá enormes satisfacciones. Funda en Peruggia, hacia 1972, el Grupo Denunzia con artistas como Eugenio Comencini, Antonio Miró, Bruno Rinaldi y el crítico Floriano de Santi, aprovechando las simpatías que en Italia despiertan los movimientos críticos contra el franquismo.
Corresponde esta etapa a una radicalización personal y pictórica que se vuelve en una actitud realmente beligerante contra el régimen franquista y que encuentra seguramente su máxima expresión en la exposición presentada en noviembre de 1973 en la galería L'Agrifoglio, de Milán, con una serie de imágenes verdaderamente crueles y demoledoras sobre la situación española y ello, como es fácil deducir por la fecha, en vísperas casi de la desaparición del Caudillo. Seleccionado para la Bienal de Venecia en 1976, unos días antes de la inauguración decide retirar su obra en desacuerdo con los responsables de la sección española, un gesto de rebeldía que quiso ser interpretado como de protesta hacia la política gubernamental pero que, en realidad, viene a ser la culminación de la rebeldía personal y el desencanto de unas expectativas en las que había confiado.
Pero Franco muere, al fin, y con su desaparición las cosas vuelven a tomar el camino de la normalidad interrumpida en 1936. Julián Pacheco vuelve a Cuenca y se instala en el cercano pueblecito de Arcos de la Cantera. Su reaparición pública en la ciudad la hizo con una exposición en la Sala Alta en 1984, a la que siguieron otras en distintas galerías. En marzo de 1991 presentó la carpeta La Gran Orquesta, editada por el Museo de Cuenca, con seis grabados, y el texto de un cuento del mismo título que había editado en 1966 en Italia. Unos años más tarde, por iniciativa mía, la obra quedó expuesta durante años en el Teatro?Auditorio de Cuenca.
Pacheco fue elaborando, a lo largo de una vida personal agitada y en ocasiones tortuosa, un mundo artístico propio, no siempre estrictamente pictórico sino mezcla abigarrada de tendencias estéticas. Fue un artista visceral, que conservó hasta el final de sus días una posición de irreductible firmeza en cuanto a sus convicciones y ello, además, conservando con una asombrosa fidelidad la vinculación con su ciudad natal, incluso cuando estuvo en el exilio, en una notable simbiosis entre el artista internacional que llegó a ser y el creador provinciano que realmente mantuvo siempre en vigor.
En los inicios de su carrera, en 1962, en una entrevista periodística había dicho: «Cuenca es el mejor sitio para pintar, cuando el artista ya sabe lo que quiere. Cuenca no da más que inquietud y quietud, pero no lo que el artista necesita para, partiendo de aquella, llegar a ésta. Después de aprender todo lo que tengo que aprender, volveré a Cuenca para siempre». Y lo cumplió. Aquí murió, al llegar la primavera del año 2000. Quienes tengan curiosidad por conocer algo de la obra de Pacheco la pueden encontrar en las paredes del salón de actos de la Real Academia Conquense, donde se expone una colección muy significativa del trabajo de este rebelde irredimible, de carácter bonachón y trato siempre amistoso.