Una leyenda oportuna

Javier Caruda
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Una leyenda oportuna - Foto: Reyes Martinez

«Siempre que me siento pesimista por cómo está el mundo pienso en la puerta de llegadas del aeropuerto de Heathrow. La opinión general da a entender que vivimos en un mundo de odio y egoísmo. Pero yo no lo entiendo así. A mí me parece que el amor está en todas partes. A menudo no es especialmente decoroso ni tiene interés periodístico, pero siempre está ahí. Padres e hijos, madres e hijas, maridos y esposas, novios, novias, viejos amigos... Cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas que yo sepa ninguna de las llamadas telefónicas de los que estaban a bordo fue de odio y venganza; todas fueron mensajes de amor. Si lo buscáis, tengo la extraña sensación de que descubriréis que el amor en realidad está en todas partes».

Así comienza uno de los grandes clásicos del cine navideño. La voz en off de Hugh Grant, que interpreta a David, el recién electo primer ministro inglés, sirve de marco para una película coral en la que se cuentan diversas historias de amor desarrolladas antes y durante la Navidad. Pero, si lo piensas bien ¿qué es la Navidad sino un profundo mensaje de amor? Durante estos días arrinconamos las malas noticias, los momentos tristes y ponemos todo nuestro empeño en disfrutar, en mostrar nuestra cara más amable, en desear todo lo mejor a propios y extraños. Nos adentramos en el camino de la solidaridad, enderezamos relaciones familiares torcidas y, en aras de eso que los cool llaman espíritu navideño, repartimos a diestro y siniestro nuestro amor más sincero. 

Durante unas horas, dejamos atrás las rencillas por pensar de forma diferente, por entender la vida de una manera distinta. Navidad es tiempo de poner el contador a cero de nuevo, es reafirmar quién eres manteniendo sencillas tradiciones enriquecedoras de un hecho trascendental. Muchas leyendas se contarán estos días pero hace unas semanas recordé una que llegó hasta mí en mis años de pertenencia al Coro de Cámara Alonso Lobo. El bueno de Luis Castillejo, enorme púa y mejor persona, nos regaló un villancico titulado Visita de los Reyes Magos que, si no recuerdo mal, contaba la historia del judío Samuel Levy.

Corría el año de 1493 cuando hasta el pequeño pueblo de Zafrilla, en plena Serranía Alta de Cuenca, llegó la familia de Samuel Levy, huyendo de la intransigencia de quienes se creían en posesión de la verdad absoluta buscando vivir en paz y amor con sus vecinos.

La vida no era sencilla entonces. Samuel se acomodó en una vieja casa, casi un corral, en el que pudo dar cobijo a su familia. Hasta allí se acercaban los lugareños con el fin de ayudarles a instalarse en tan áspero rincón. A pesar de las nieves, a pesar de que la cosecha no había sido del todo buena, Zafrilla se disponía a celebrar el misterio de la Natividad del Señor ante la mirada atónita de Samuel que no entendía muy bien todo el alboroto. Cabeceaba incrédulo contemplando el afán del sacerdote por recrear en Zafrilla el divino misterio del nacimiento de Cristo. A pesar de sus diferencias religiosas, desde su llegada al pueblo Samuel Levy había encontrado en D. Antonio, el sacerdote, un buen conversador y un buen amigo con el que acostumbraba a mantener largas y profundas charlas en las que uno intentaba convencer al otro de la certeza de su fe a sabiendas de que era improbable que cualquiera de los dos la abandonara.

La Nochebuena sorprendió a ambos en la Iglesia para contemplar el belén viviente que el bueno de D. Antonio había organizado en Zafrilla. Dejaron sobre un pajar al niño más pequeñito del pueblo, el que había nacido apenas diez días antes; junto a él encarnaban a la Virgen María y San José sus propios padres. D. Antonio sacó a relucir su voz de barítono para recitar de memoria el paisaje evangélico que narra con todo detalle el nacimiento de Nuestro Señor.

Samuel no lograba entender cuál era el misterio, cuál era la fortaleza de una fe cuyo Dios era un Niño envuelto en pañales en un viejo portal. ¿Qué grandeza era esa? Envuelto en la fría noche serrana, alzó su mirada y pidió una señal que le permitiera conocer cuál de las dos era la fe verdadera.

El recogimiento de la veneración al Niño Dios se tornó nuevamente en bullicio y algarabía, en fiesta y jarana... Aquí sonaba una guitarra, allá una pandereta... ora se bailaba, ora se brindaba y veía Samuel cómo aquellas gentes, curtidas por el frío y la pobreza, eran felices. Él, que siempre había creído en un dios justiciero y vengativo, se venía inmerso en una alegría que no entendía.

La fiesta concluyó cuando casi amanecía. Samuel tomó su camino a casa sonriendo porque no había encontrado indicio alguno para abandonar su fe. Vio entonces cómo entre brumas y entre nieves los Reyes Magos caminaban sobre plata por las sendas que los pastores marcaron tras sus rebaños de ovejas. Caminando iban persiguiendo una estrella que con luz resplandeciente iba iluminando la sierra. Descendiendo la montaña, se detiene la estrella encima de una cabaña, con pasos acompasados pues se acercaba la mañana, donde la Virgen María, meciendo al Niño Jesús le está cantando una nana. Los pastores de Zafrilla que ante su cuerpo divino adorando al Niño se hallan, cuatro presentes le ofrecen: queso, aceite, pan y vino. Llegada la mañana los Reyes Magos de Oriente se alejan por la cañada y con cara sonriente al Rey de Reyes adoran.

Samuel Levy entendió que esa era la señal que había pedido. Desde entonces Samuel y su familia abrazaron la religión cristiana en la que vivieron durante generaciones.

Hoy, a pesar de que pudiera parecer que la maldad, el odio o el egoísmo son los verdaderos protagonistas de este siglo, quiero creer que la realidad es ese abuelo que esta Nochebuena contará otra vez a sus nietos la historia de Samuel Levy, ese abrazo en la puerta de llegadas de cualquier aeropuerto o la cara asombrada ante la visita sincera de quien no esperas. Pongamos todo nuestro esfuerzo en buscar la verdadera felicidad.