No la toquéis más, que así es la rosa

José Luis Muñoz
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No la toquéis más, que así es la rosa

Reconozco, sin ambages, que con el paso de la edad me ha ido invadiendo algo que tiene mucho que ver con el escepticismo o, también, con un pertinaz cansancio a medida que se van reproduciendo, repitiendo, cuestiones que vienen de muy atrás y que por eso mismo, porque se repiten de manera incansable, me llevan (a mí y quizá a alguien más, que puede compartir sentimientos parecidos) a una especie de hastío que personalmente me impulsa a desear que las cosas sigan como están para que no empeoren más, aun siendo consciente de que la situación no es la mejor, ni siquiera buena. Me refiero, en concreto, a Carretería y a las aparentes intenciones municipales de emprender nuevamente la remodelación, una más, otra más, de la que fue la calle más importante de la ciudad y quizá todavía lo sigue siendo, al menos desde un punto de vista simbólico.

Me viene a la memoria una interesante conversación que tuve hace años con una persona, ciertamente dotada de una inteligencia excepcional, y que hablando de una posible y polémica intervención en otro asunto, tras meditar unos segundos, expuso una sentencia terminante: «Mire usted, yo creo que más vale dejarlo todo como está». Y en esa frase se encerraba la filosofía práctica que también intento desgranar ahora. Ya se que esta actitud se puede interpretar como parecida al inmovilismo, y eso es contradictorio con el espíritu humano vinculado al progreso, los cambios y las mejoras e incluso con mi propia forma de ver las cosas, pues siempre he sido partidario de introducir cualquier modificación, social, laboral o urbanística, que ayuden a solucionar situaciones complicadas, tanto en el terreno personal como en el colectivo. Pero a estas alturas me parece que el caso de Carretería puede ser algo excepcional.

La historia de esta calle es larga, complicada y conflictiva. Antes de que el asfaltado, en sus diversas etapas, viniera a darle aspecto serio, era siempre un barrizal, que suscitó infinitas críticas de los comentaristas locales y la rechifla generalizada de quienes se dedicaban a elaborar versos ripiados, aunque no faltó tampoco quien encontró una vena poética, como hizo José Luis Lucas Aledón: «Antes (antaño) por el verano, toda la Carretería olía a tierra mojada de después de las tormentas y en los umbrales de las puertas se arremolinaban tiestos de geranios y fucsias». A fuerza de asfalto y adoquines, el barro fue eliminado y se acabó el chapoteo de niños y mayores en aquel lodazal inmundo. En otro momento, se talaron bárbaramente las dos filas de árboles que cubrían ambas aceras y así quedó la calle, expuesta a la solina agobiante de cada verano, que ahora intentan paliar las sombrillas de la terrazas en los bares.

Como digo, la historia es larga y merece un libro completo, porque hay datos para dar y tomar. Probablemente el origen de la actual situación haya que encontrarlo en la década de los 50 del siglo pasado, cuando se puso en marcha la obsesión modernizadora que empezó incorporando una nueva instalación de alumbrado público (600.000 pesetas de las de entonces costó la broma) y pasó por tuberías, alcantarillado y pavimentación, sobre todo pavimentación, asunto que dio muchísimo juego, infinitos comentarios, jugosas fotos y, otra vez, la rechifla generalizada del personal, que encontró materia abundante en las continuas obras que se sucedían en la calle.

Pero eso, y otros episodios que vinieron a continuación y en los que ahora no me puedo detener por falta de espacio suficiente, empalideció cuando ya en el siglo en que estamos se produjo una de las más sorprendentes historias (o historietas) de Cuenca durante los últimos años: el larguísimo, a la vez que confuso proyecto de peatonalizar el centro urbano de la ciudad y especialmente Carretería, operación que se puso en marcha, como siempre, apelando a la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos y de paso «transformar y dignificar una zona degradada por el mal uso». Más o menos, lo mismo que se dice ahora.

El resultado de aquella operación está a la vista de todos. Yo soy, total y absolutamente partidario de peatonalizar todas las calles que se pueda, y eliminar el tráfico hasta donde sea posible, para que las ciudades (y los pueblos) sean ámbitos de estancia y convivencia, no zapatiesta de ruidos y malos olores, pero eso hay que hacerlo con todas sus consecuencias y, naturalmente, adoptando las medidas complementarias necesarias para que se produzca una intervención completa, racional y ordenada. Cortar el tráfico en Carretería para trasladarlo a todas las calles de alrededor es absurdo y ofrece el resultado que podemos comprobar de manera constante.

Así y todo, la perspectiva que se nos ofrece con esa nueva intervención que ahora parece haber empeño en llevar adelante, no invita en absoluto al optimismo, sino más bien, por lo poco que vamos conociendo, debe hacernos temer que se está preparando un nuevo desaguisado que dará lugar, como es lógico, a las habituales polémicas ciudadanas. Claro que me puedo equivocar, claro que es humano buscar soluciones a los problemas y remedios a los males, pero hay que tener muchísimo cuidado para no volver a tropezar en la misma piedra. Y en Carretería, desde hace más de cien años, se ha tropezado siempre.

Abro un hueco a la nostalgia y dejo ahora la palabra a Raúl del Pozo, que en 1960 escribía en el viejo Ofensiva: «Carretería es una calle maravillosa. Tiene cielo azul, guardias despistados, amores, brisa, ilusiones, abrigos, coches, novios y cadetes nuevos, paraguas, modernos los días de lluvia, francesas 'bombones' y suecas pecosas con botijos, por el verano. Yo no digo que sea la calle más bella, ni mucho menos, ni la más moderna. Es la calle. Mi calle. Nuestra calle. En Cuenca se puede ir al cine, al baile algunas veces, al casino, a chatear al barrio redondo y discreto, y a dar una vuelta por Carretería, porque… Carretería no es una calle cualquiera».

Por eso, digo yo, tomando prestado el verso de Juan Ramón Jiménez, «No le toques ya más, / que así es la rosa». Quizá sea bueno dejarla como está, ahora que nos vamos acostumbrando a ella. No tengo ninguna confianza en que me hagan caso.