Muchas veces una fiesta o celebración popular nos evoca ciertos olores, sabores y, por supuesto, acciones de las que nos hemos impregnado a lo largo de los años, de tal forma que son parte consustancial de nosotros mismos, de nuestra forma de ser. De pequeños, las secundamos simulando a los adultos, como muchas otras cosas, sin darnos cuenta de que están configurando elementos de nuestra personalidad, en este caso junto con las de otras muchas personas que tenemos alrededor, moldeando emociones, creando apegos que continuarán tradiciones, generando imágenes imborrables, señalando fechas y lugares a las que volveremos siempre, cada año, estemos donde estemos, ya sea física o mentalmente.
Esos olores, sabores, actuaciones, imágenes…, en definitiva, a quienes definen ya es a los que las celebramos más que a las propias efemérides. En ese sentido, pocas dicen tanto sobre nosotros como la ancestral festividad de San Antón.
San Antón es niebla, hielo, y en ocasiones nieve, es el canalón y el moco goteando, el barro en las botas y en las ruedas, el humo cimbreante de las chimeneas.
Celebración de San Antón en Santa María del Campo Rus. - Foto: Sergio Redondo MorenoLa tarde se rompe el 16 de enero. Suenan las campanas y las salvas al aire, y como una traca valenciana van prendiendo las lumbres, una detrás de otra, interpelando al anochecer que se precipita sobre las cabezas, pidiéndole que se detenga, que hoy no intervenga, que la claridad no se ensombrezca. En esa lucha crepuscular, la luz vence siempre en la plaza, sobre su alcázar de arena y leña, desde donde combate más alto y descarga al cielo negro su munición chispeante de llamas, mientras se queman las aflicciones y se enciende el ascua de una nueva esperanza.
San Antón es pólvora, fuego y brasas, es carne asada, es el plato de tostones, los garbanzos tostados y los higos, el porrón, la redoma, la bota de vino que pasa de vecino a vecino. Ya no corre el gorrino como cuando le abrían las portás para que pasara resguardado en el corral su última noche en libertad. Antes no era un desconocido, ni solamente el premio de una rifa, sino la mascota colectiva por un tiempo, a la que todos alimentábamos y veíamos revolcarse, chapotear, y deambular de acá para allá. El gorrino de San Antón, la visita –o fuga– inesperada, nuestra vaca sagrada.
El pueblo yace tranquilo, el rocío cae sobre las calles como un manto tenue, y las hogueras humeantes escoltan los barrios y las casas. Los gallos con resaca y medio desafinados anuncian su día. Despierta el diecisiete con misa y procesión dedicadas al ermitaño egipcio.
A San Antonio Abad no le pillará de susto que se le agasaje en una tierra tan lejana a la que le vio nacer, ya que el propio Dios le dijo que toda la tierra sería sabedora de su resistencia. Resistencia a las tentaciones del diablo, famosas tentaciones que han sido temática de obras artísticas tan dispares como la de El Bosco, Diego Rivera o Dalí. Padre del monacato, vivió en la miseria después de repartir su riqueza entre los necesitados. Cierta vez tuvo una visión, todo estaba cubierto de serpientes, y preguntó ¿Quién podrá escapar, Señor? Una voz respondió: «La humildad, Antonio». San Antón es pobre como las gachas, es hospitalidad con el forastero, compartir lo que cada uno tiene en casa, son las pascuas con la otra familia, es convivencia, es unión, primo de don carnal, antesala de jueves lardero y san reventón. Y las campanas repican otra vez, ahora para despedida y cierre, mientras las ovejas, el burro, el perro, el gato…, y los disfrazados, dan vueltas a la iglesia hasta que San Antón salga por la puerta y el cura les dé su bendición.
San Antón es el ganado, cagarrutas en el asfalto, la charanga, la saya, la pelerina, la boina, el mono, la garrota y el pañuelo de cuadros, es el baile y los petardos. Las llamas se apagan, se consumen los rescoldos, y la pala y el escobón acaban con la ceniza. Vuelve la máscara al baúl, vuelve el caballo a la cuadra, vuelve la gallina a poner huevos (salvo si es buena, que empieza en nochebuena), volvemos a ponernos a dieta. Vuelve el gorrino a los pies del Santo, y hasta otro año ¡Viva San Antón!