En España enterramos muy bien. En cambio, en lo de cuidar a los vivos jamás obtenemos calificaciones tan altas. Nos cuesta bastante más y, por mucho empeño que se ponga, nunca se iguala a lo anterior. Lo decían con tino los abuelos: Dios nos libre del día de las alabanzas. En un país en el que hablar bien del vecino no se estila, cuando se acumulan los halagos es que la has espichado o te ha llegado la jubilación.
El refranero castellano tiene hueco para honrosas excepciones, también en esto de glosar en vida el buen trabajo de alguien. En tiempos en los que todo se graba y se transmite por el móvil el discurrir de la vida en un directo permanente, hemos visto despedidas de profesores aclamados por sus alumnos en un desfile interminable por todos los pasillos del centro en su último día en las aulas; nos hemos emocionado con adioses de mandos policiales cuyos subordinados les han preparado un homenaje sorpresa mientras un tío duro como una roca y con décadas de servicio rompe a llorar; y no hace mucho, en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, unos chiquillos del colegio público San Isidoro aclamaron al quiosquero antes de echar para siempre el cierre de su establecimiento. Conductores de autobús, enfermeras, barrenderos… En las redes sociales se han visto todo tipo de despedidas profesionales con muchas dosis de emotividad.
En el deporte, más aún en determinados clubes, no siempre se ha tenido especial sensibilidad para hacer las cosas bien cuando un jugador se iba a otro equipo o, directamente, colgaba las botas en el ocaso de su carrera. Que se lo digan a Raúl, cuyo homenaje en el Bernabéu le llegó con tres años de retraso. Sí lo tuvo en tiempo y forma en el Schalke 04, equipo alemán con una hinchada -y una directiva- agradecida que, en el último partido del delantero madrileño en el Veltins Arena, coreó su nombre y desplegó pancartas con mensajes como «Muchas gracias, señor Raúl». En el pódium de las despedidas emotivas está la de Maradona en la Bombonera, la de Guardiola en el Camp Nou o, más recientemente, la de Joaquín, el eterno capitán del Betis.
En el Real Madrid hay dos leyendas que se van esta temporada, una en el equipo de fútbol y otra en la sección de baloncesto, que -esta vez sí- han tenido el trato merecido. El día del último partido de Toni Kroos en el estadio del Real Madrid se me metió una mota en el ojo que no me he terminado de quitar. Y han pasado ya tres semanas del partido con el Betis. Qué llorera, señores míos, con esos niños tan rubios, tan guapos, tan normales... Con el agradecimiento mutuo sin límites y con el poder reconocer a tiempo lo que cada una de las dos partes ha entregado durante diez años, que tal y como van las cosas pueden parecer pocos, pero que la sabia perspectiva sabe dotar de la dimensión pertinente.
Esta semana ha llegado el adiós de un tipo que cambió para siempre la historia y el rumbo del Real Madrid de baloncesto. Uno de los máximos exponentes de una generación de oro que ha llevado este deporte en España a niveles inimaginables hace no tanto tiempo. Pocas veces una cancha de basket ha vivido un momento tan especial como el que disfrutamos el lunes en el Palacio de los Deportes de Madrid. Fueron más de diez minutos, cerca de veinte, o incluso más con toda la grada coreando el nombre de Rudy Fernández. Otra leyenda que, acompañado de su familia y a moco tendido, demostró la mundanidad que también esconden las estrellas del deporte. Parece que en España vamos aprendiendo ya a despedir a nuestros deportistas como se merecen.