Las ciudades que tienen la fortuna de contar con un río que cruza entre sus calles, como si fuera una más de ellas, adquieren una naturaleza especial, porque esa corriente fluvial, siempre en movimiento, imprime carácter, la condiciona, generalmente para lo bueno aunque también en ocasiones dan algunos disgustos o, al menos, preocupaciones. Si pensamos en ciudades muy emblemáticas, Sevilla, Zaragoza, Salamanca, por poner algunos ejemplos muy llamativos y bien conocidos por todos, se entiende en seguida lo que quiero decir. Pero no solo la presencia del río atravesando la ciudad es un factor paisajístico y cultural de primer orden; lo es también el significativo detalle de que siempre, en todos los casos que podamos imaginar o recordar, el río en cuestión va ligado a varios puentes que cruzan de un lado al otro y que permiten a los habitantes del lugar relacionar las dos orillas.
El caso de Cuenca es un poco peculiar. Tenemos un río hermosísimo, cierto, el Júcar, pero no cruza por en medio de la ciudad, sino que la rodea acariciándola, tanto en lo que es el casco antiguo como en el singular barrio de San Antón y en ambas circunstancias el resultado visual es muy interesante, como pueden demostrar los miles de fotografías que circulan por ahí. Como es inevitable, la presencia del río da lugar, de forma paralela, a la de los puentes, siempre necesarios para facilitar la comunicación. En uno de ellos quiero fijar hoy la mirada, porque creo que tiene valores importantes aunque no se le suele prestar mucha atención por los encargados de ensalzar las maravillas de Cuenca y que en este capítulo suelen destacar siempre el histórico puente de San Antón y la maravilla del de San Pablo, ese magnífico ejemplar de la arquitectura del hierro que debería ser uno de los factores más valiosos en el repertorio de puntos de interés que se pueden mencionar en esta ciudad.
Hay otro puente, un poco alejado del casco urbano, pero muy valioso en todos los aspectos. Aunque hay abundantes referencias a la existencia de algún tipo de pasadizo para cruzar el río en la zona del actual Recreo Peral, un auténtico puente aparece con el nombre de Carballido, en homenaje a la persona que promovió su construcción: Luis Carballido, intendente de rentas en Cuenca entre 1770 y 1773. Era un puente de madera y eso vino a representar una continua fuente de problemas, porque la materia vegetal está sujeta a constantes deformaciones, con la secuela necesaria de tener que acudir en su ayuda para mantenerla en adecuadas condiciones de servicio. Por eso, la historia del puente es la de un reguero de intervenciones municipales encaminadas a poderlo seguir utilizando por los muchísimos transeúntes que usaban su servicio. Hacia 1841 ya se le llamaba Puente de los Descalzos, en alusión al convento de franciscanos situado en la margen izquierda del Júcar, por debajo de la ermita de Nuestra Señora de las Angustias. A finales de ese siglo, el Ayuntamiento (sin duda harto de constantes reparaciones) se planteó la necesidad de sustituirlo por otro más consistente, estudiando incluso la conveniencia de hacerlo de hierro, idea desechada y finalmente sustituida por la que acabaría de dar forma a la imagen que hoy conocemos y que fue reconstruida por última vez en 1955. Se trata de una sobria y elegante pasarela de piedra, con barandillas de hierro, que apoya en dos machones laterales situados en las riberas del río y uno más, de grueso volumen, en el centro, pero lo más valioso es el hermosísimo paraje en que se encuentra situado, uno de los más sugerentes de Cuenca y escenario fundamental para contemplar en todo su esplendor el pausado discurrir de las aguas siempre verdes del Júcar, en cuya superficie se reflejan las rocas circundantes y la vegetación inmediata.
En la documentación municipal hay repetidas alusiones, durante el siglo XVII, a un sitio denominado entonces El Barco, situado en la ribera del Júcar. Aunque parece difícil establecer su exacta ubicación, sí responde a la lógica situarlo aproximadamente a la altura del actual Recreo Peral o Juego de Bolos; el topónimo aplicado a ese lugar permite deducir, con sencilla claridad, que allí había una barca encargada de transportar viajeros de un lado a otro del río. El servicio se prestaría, básicamente, a los hortelanos de la hoz y a quienes venían de los pueblos de la Sierra para abastecer a la ciudad con sus productos y que por ese sistema accedían directamente a las cuestas que, bien por San Juan o por San Miguel, conducían al corazón de la ciudad. A finales de ese siglo aparece ya alguna alusión a un puente de madera situado «debajo de san Bartolomé». La alusión es diáfana: la ermita de San Bartolomé estaba en la ladera de la hoz del Júcar, por debajo de San Miguel y los Descalzos, de manera que en ese punto aproximado estaba ese primitivo puente, del que nos han llegado escasas noticias, seguramente porque no debió durar mucho, en parte por su débil contextura y en parte también por la fuerza de las frecuentes riadas del Júcar que entonces arrastraban con suma facilidad cualquier obstáculo puesto en su camino.
La solución definitiva llegó casi un siglo más tarde, cuando el ya citado intendente Carballido puso en marcha la idea de construir un puente y aportó para ello la financiación necesaria. De todos modos, como he dicho, los problemas aparecieron de inmediato ocasionando serios quebraderos de cabeza al Ayuntamiento, obligado a atender constantes reparaciones por los continuados desperfectos producidos en la madera, como de manera repetida informaba el maestro mayor de obras de cada época, al advertir que había reconocido el puente señalando que «las más o todas de sus vigas, de su paso, se están arruinando», por estar podridas, lo que, teniendo en cuenta el uso frecuente de las gentes, podía ocasionar alguna desgracia en cualquier momento. Así se fue trampeando soluciones, o sea, parches, que diríamos hoy, hasta que se acometió el remedio final, levantando un puente de piedra, con apoyos sólidos en medio de la corriente del río.
Pero no terminaron ahí los problemas. Nada más acabar la guerra civil, fue arrastrado por un violento turbión generado por una insólita crecida del río. Más de dos años estuvo fuera de servicio el puente de los Descalzos, hasta que en 1943 comenzó su reconstrucción, en una primera etapa que tuvo una continuidad diez años más tarde y parece que esta ya ha sido la buena de verdad porque desde entonces ese hermoso rincón de Cuenca, con el Júcar desplegando generosamente su verdor mientras desde lo alto la ciudad antigua se mira en el espejo de sus aguas, es una invitación permanente a la belleza y la poesía. Es un puente muy sencillo y austero, sin grandes elementos decorativos ni alardes de ingeniería; no puede competir con otros de más vistosa presencia que hay en tantísimas ciudades del mundo, pero este de los Descalzos en Cuenca tiene un encanto peculiar que se desprende de su sencilla presencia en un ámbito paisajístico extraordinario.