Apellidos que marcan la vida

Leticia Ortiz
-

Las sagas familiares de profesionales taurinos, de toreros a subalternos, pasando por ganaderos, picadores e incluso periodistas han sido fundamentales en la historia del toreo.

Como ya le sucediera a su padre, Manzanares despierta pasiones en las plazas en las que ha toreado. - Foto: Emilio Méndez

Una mañana de septiembre, en uno de los cientos de pueblos que celebran sus fiestas en esas fechas, una peña taurina había organizado un taller de toreo para los más pequeños. Una actividad que en los últimos años se repite con sorprendente y celebrado éxito por toda la piel de toro. «La Tauromaquia, más que defenderla, hay que enseñarla», decía el siempre recordado Víctor Barrio. Entre las decenas de chavales que se arremolinaban en torno al torero que era protagonista de aquel taller había un rostro que a muchos nos resultó conocido.

Apenas se le veía por encima de la esclavina del capotito que llevaba en las manos. Junto a él, su tío, que nos confesaba medio en broma, medio en serio, que el padre de la criatura, matador de toros, no estaba muy al tanto de aquellas excursiones taurinas de tío y sobrino, porque él prefería que el chiquillo no siguiese sus pasos. En esas estábamos cuando el niño abrió el capote y dibujó en el aire y ante un toro imaginario una verónica templada, profunda, de trazo largo, riñones encajados y mentón en el pecho. El torero que dirigía el taller y quien esto firma intercambiamos una mirada que decía «aquí hay torero». Años después, aquel chaval está a las puertas de la alternativa. Y es que, a veces, se antoja difícil luchar contra los genes.

Y si no que se lo pregunten a José María Manzanares, presente hoy en el cartel de Cuenca junto a Alejandro Talavante y Roca Rey (que, hablando de antecedentes familiares, tiene un hermano mayor que también llegó a tomar la alternativa, aunque sin demasiada suerte en los ruedos). El alicantino, coincidiendo con sus veinte años de alternativa, que se cumplieron la temporada pasada, confesaba en las páginas de Mundotoro que le costó hasta «cuatro años» tomar la decisión de dedicarse en cuerpo y alma al toreo. Es decir, se lo comenzó a plantear sobre las 14 o 15 años, pero no dio el paso definitivo hasta los 19. «Teniendo el padre que yo tenía, no podía ser una decisión a la ligera, debido a lo que él representaba. De ahí que tardara tanto», revelaba Manzanares a los compañeros de Mundotoro.

«Lo que él representaba» es tanto que necesitaríamos varias páginas para explicarlo. Y es que Manzanares padre, además de un prodigioso torero, fue, es y seguramente será un espejo en el que se han mirado muchos matadores posteriores al alicantino. Torero de toreros. Esa distinción que uno no puede ganarse, como aseguraba Luis Francisco Esplá (otro diestro de saga), porque son los demás los que te hacen merecedor de ese honor.

Destino marcado. Mirando el escalafón actual no son muchos los toreros de estirpe, aquellos con el destino marcado en el apellido. Quizá menos que en otros momentos de la Tauromaquia. Aunque alguno sobresale más allá del ya citado Manzanares. Uno incluso no tiene solo un apellido con historia, si no dos. ¡Y que dos! Se trata de Cayetano, que aunque se anuncia en los carteles solo con su nombre, podría colocar en letras de oro el Rivera y el Ordóñez que suceden a ese nombre. Hermano, hijo, nieto, biznieto, sobrino y sobrino nieto (seguro que algún parentesco me dejo) de toreros, con su padre Francisco Rivera, Paquirri, y su abuelo, Antonio Ordóñez, como puntas de lanza de un árbol genealógico en el que también están Curro Vázquez, el Niño de la Palma, Riverita, Francisco Rivera, o el mismo Luis Miguel Dominguín. Ahí es nada. Pese a todos estos antecedentes a Cayetano le costó dar el salto. Mucho más que a Manzanares incluso. Y también llegó a la Fiesta con más retraso que su hermano, que apenas tenía 18 años cuando debutó con picadores en Ronda, donde ya había arrancado su andadura novilleril un año antes. También en Ronda pero con 28 años debutó Cayetano con picadores. 

Surgió con él, igual que ha ocurrido con todos los toreros de dinastía que han logrado hacerse un hueco en las ferias, el debate sobre las puertas que abre o no el apellido. Un charco muy apetitoso para meterse escribiendo de esto de los cuernos. Y es que las puertas, evidentemente, se abren con mayor facilidad a quien tiene apellidos conocidos. Pero el toro pone a cada uno en su sitio. O así debería ser. O, al menos, así era cuando la meritocracia importaba en la Fiesta. Pero hasta eso se está perdiendo.