Con nocturnidad y un tanto de alevosía, Finlandia se acaba de constituir en el trigésimo primer miembro de la OTAN tras poco más de un año –cifra récord en cuanto a brevedad– de negociaciones. Había prisa, qué duda cabe, y había miedo a espuertas, por parte del gobierno finlandés que por nada del mundo quiere poner sus barbas a remojar después de ver con espanto el "afeitado" que Rusia está aplicando a Ucrania. Se da así la paradoja de que un país tradicionalmente neutral, de la noche a la mañana deja de serlo, cosa, hasta cierto punto lógica, habida cuenta de la locura nacionalista de Putin. Las urgencias, sin embargo, de Estados Unidos y del Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, no pueden menos de despertar recelos en países que intentan afrontar la actual guerra de Ucrania con objetividad.
A nadie medianamente informado se le oculta que el ingreso de Finlandia supone un auténtico desafío a Rusia, que tiene a la OTAN literalmente pegada al cuerpo con una frontera de más de mil kilómetros. Podemos hablar de un jaque al rey Putin, que no dudamos que –al igual que intenta hacer el gran mafioso de Trump– procurará sacarle el máximo rendimiento entre sus incondicionales, cuya dinámica bélica se articula en torno a la falacia de la amenaza de la propia OTAN contra Rusia. Con esta maniobra, pues, Estados Unidos –cuya inconsciencia empieza a encender muchas alarmas– atiza el fuego, sin importarle las consecuencias que pueda entrañar. Para muchos rusos, lo que hace Biden es anexionarse otro país vecino suyo (no olvidemos que Finlandia perteneció a Rusia desde 1808 a 1917, aunque tuviera un estatus especial como Gran Ducado). Las consecuencias pueden ser imprevisibles con la amenaza nuclear omnipresente.
Es importante observar que la jugada por parte de Finlandia es de nota. Un país de cerca de seis millones de habitantes que, merced a su consabida neutralidad desde la Segunda Guerra Mundial (recordemos que en dicha contienda se ponen al lado de la Alemania nazi contra Rusia), y aprovechando su entrada en la Unión Europea, en 1995, logra un status óptimo, con una sanidad y una educación modélicas; un país moderno, industrializado plenamente, con una riqueza maderera extraordinaria y un potencial traducido en una renta per cápita más que notable, con una clase política de una sensatez y una honestidad fuera de lo común (cual es el caso de su primera ministra, Sanna Marin, que con 38 años decide dejar la política para consagrarse a la familia) y una consolidada democracia, hasta que de repente ve lo que se le viene encima y juega las cartas de la OTAN, para que le saque (le saquemos) las castañas del fuego (nunca mejor dicho).
Es evidente que estamos en un club del que formamos parte para las uvas y para las maduras; pero qué menos que un debate en instantes tan trascendentales como el que vivimos, y máxime cuando cada vez más se nos antoja que hay miembros que juegan con las cartas marcadas (Estados Unidos y Reino Unido), haciendo primar sus intereses personales, mientras los comparsas pagan facturas y ponen en peligro su existencia. Un caso espectacular es nuestro propio país, donde nos hemos acostumbrado a vivir en la ciudad alegre y confiada. Lo de la guerra de Iraq, al parecer, no fue suficiente.
Cada vez más tenemos la íntima impresión de que cuanto más creemos controlar el mundo, vemos que somos polichinelas dirigidos por una minoría todopoderosa que nos utiliza sin miramientos. Y ahí tenemos ahora, y por si faltaba algo, al presidente chino tratando de hacer de poli bueno en un conflicto que adquiere dimensiones harto preocupantes, ahí mismo, junto a nuestras fronteras. ¿A qué juega éste? Sin duda, la pregunta del millón.