Los contenidos y objetivos de las clases de adultos en la actualidad se parecen poco a los de hace unos años. Hoy, los adultos acuden a las aulas para completar su formación, aprender un idioma o actualizar sus destrezas digitales. En un pasado no tan lejano, las personas que habían superado la edad escolar y disponían de tiempo libre para asistir a clase, lo hacían con la intención de aprender a leer y escribir.
En la España de comienzos del siglo XX, los índices de analfabetismo arrojaban unas cifras cercanas al 59% de la población, 37% en el caso de los varones, y el 69% el de las mujeres. Al acabar la Guerra Civil, el analfabetismo se había reducido, afectando a un 23% de la población, concretamente, al 17% de los varones, y al 28% de mujeres. Esta significativa disminución responde, entre otros factores, a dos circunstancias: durante este intervalo temporal de cuarenta años se abrieron numerosas escuelas gracias a la implicación del Estado en la expansión de la enseñanza primaria, hasta entonces en manos municipales, y por otro lado, al funcionamiento de la enseñanza de adultos.
Desde la promulgación de la Ley General de Educación, la ley Moyano de 1857, la atención educativa a los adultos estaba perfilada dentro del sistema educativo español. En su articulado se estipulaba que, el gobierno fomentaría el establecimiento de lecciones de noche o de domingo para los adultos cuya instrucción hubiese sido descuidada o para aquellos que desearan adelantar en sus estudios. Se trataba de retomar la escolarización de aquellos varones habían abandonado la escuela sin concluir su instrucción elemental. En el Censo Escolar de 1904, referido a la provincia de Cuenca, se contaban 114 aulas de adultos en una provincia, conformada entonces por 292 municipios. En el curso de 1931-32, había 239 aulas abiertas, con más de diez mil alumnos matriculados, y una asistencia media en torno al 70% . Datos que demuestran un interés creciente y la generalización de esta modalidad de enseñanza en casi todas las localidades provinciales.
Las clases de adultos eran gratuitas. Funcionaban por las tardes, después de concluir la jornada escolar y laboral, cinco meses al año, de noviembre a marzo, los meses en los que menos se trabajaba en el campo por falta de luz. Sólo podían asistir alumnos varones. Estaban dirigidas por los maestros varones de las escuelas públicas, que debían atenderlas obligatoriamente, percibiendo una gratificación económica del Estado, quedando sin este servicio aquellos pueblos que contaran con una escuela mixta servida por una maestra.
En una disposición de 1906 se hacía referencia a la educación de adultas, dejándola en manos de la buena voluntad de las maestras y del ayuntamiento respectivo, que abonarían los gastos derivados de su implantación, sin poder cargarlos a los presupuestos del Estado, lo que en la práctica supondría que la mujer quedara al margen de este tipo de enseñanza.
Durante la II República se acometieron algunos cambios legislativos que modificaban las formas pero no el fondo, y en la práctica siguieron siendo unas enseñanzas de segunda fila, que carecieron de entidad propia. En diciembre de 1932 se promulgó la primera disposición legislativa precisando la voluntariedad de la función docente para los maestros en este tipo de enseñanzas, y permitiendo a las maestras que también colaborasen en este servicio educativo. Se disponía, además, una especie de graduación en el programa de enseñanza, y modificaciones en el currículum, referidas tanto a contenidos de carácter profesional como a la obligatoriedad de impartir unas conferencias de carácter cívico-político.
Lo más novedoso se encontraba en la posibilidad de que las alumnas pudieran acudir a las clases de adultos. Además, se estipulaba que lo harían en régimen de coeducación. Este último punto desencadenó un cierto rechazo social y algunos contratiempos como el referido por el alcalde de Fuente de Pedro Naharro, quien comunicaba en un oficio al Consejo Provincial de Enseñanza: «Tengo el honor de poner en su conocimiento que el Consejo Local de Enseñanza de esta villa ha acordado, teniendo en cuenta la incultura e incivilización que existe en estos pueblos eminentemente rurales, que de las clases nocturnas de adultos se encarguen, de los varones el Sr. Maestro, y de las hembras, la Sra. Maestra, pues de dar las clases conjuntamente uno solo de los profesores, es casi seguro que no han de matricularse las hembras».
¿Qué circunstancias habían alejado a las mujeres jóvenes de las aulas de adultos, a pesar de presentar un índice mayor de analfabetismo en relación a los varones?
En general, los procesos de alfabetización emprendidos por los Estados han respondido siempre a una necesidad o han buscado cumplir una función concreta, que puede variar desde el adoctrinamiento ideológico a las mejoras sociales y laborales. En el caso de la mujer española no se existían estas circunstancias. Ni siquiera pudieron votar hasta la II República, lo que representaba que al Estado ni le interesaba, ni le urgía comunicarse con ellas por medio de documentos escritos. Tampoco el dominio de la lectura y la escritura aseguraba, a no ser la satisfacción personal, ninguna mejora en la vida laboral de la mujer, ya que la mayoría estaban dedicadas a las faenas domésticas. Por otra parte, ni los ayuntamientos, ni el Estado, deseaban incrementar los gastos que representaba el mantener abiertas aulas para adultas, ya que la coeducación era inviable, porque ni las mujeres ni sus padres la aceptaban, y menos a las horas del anochecer, teniendo en cuenta que la edad de los asistentes no solía sobrepasar los veinte años. Por ello, en el año 1934, se anuló el régimen coeducativo, si bien con un nueva minusvaloración de la enseñanza de adultas: sólo se darían clases si los presupuestos de los varones no se habían agotado, si la maestra lo aceptaba, y si al menos se matriculaban quince alumnas.
En el próximo artículo se expondrá la singular campaña de lucha contra el analfabetismo desarrollada en Cuenca durante la Guerra Civil.