Vida breve, pero intensa, de Andrés González Blanco

José Luis Muñoz
-

Vida breve, pero intensa, de Andrés González Blanco

Andrés González Blanco (en realidad, Andrés González-Blanco Gutiérrez, aunque en su obra prescindió del apellido compuesto) nació en Cuenca en 1888 y murió en Madrid el 21 de octubre de 1924, es decir, el próximo lunes se cumplirán cien años de su fallecimiento que, deduzco, no va a tener ninguna conmemoración especial en la ciudad en que nació. Como se puede ver por las fechas que jalonan su existencia, apenas si tuvo tiempo de cumplir 36 años y sin embargo, en tan corto espacio, desarrolló una actividad incansable y una producción literaria tan ingente, que no es posible resumir aquí ni una pequeña parte del centenar de títulos que llegó a publicar.

Hijo de un inspector de Primera Enseñanza destinado en Cuenca, nació y creció en el seno de una familia acomodada y con firmes raíces culturales, que se reflejaron en su formación humanista y en la de sus hermanos: Edmundo, filósofo y traductor; Pedro, periodista y escritor y sus hermanas María Asunción y María Dolores, nacidas igualmente en Cuenca, en cuya Escuela Normal de Maestras ambas fueron profesoras y la primera de ellas, además, directora en el periodo 1956-1960.

Era todavía un niño cuando el padre fue trasladado a Asturias y hasta allí se desplazó toda la familia. Andrés empezó sus estudios en el seminario ovetense, sin tener ninguna vocación religiosa, pero los siete años que permaneció en ese lugar le sirvieron para adquirir un amplio conocimiento de los escritores clásicos además de empezar a conocer a los contemporáneos. Vivió un tiempo en Ciudad Real (nuevo destino profesional de su padre, que murió en esa ciudad en 1895) y continuó luego la carrera de Filosofía en la Universidad Central, aunque no llegó a licenciarse, a falta de dos asignaturas, según confesión propia. Prefirió la vida literaria y la bohemia intelectual de la época: aún no había cumplido los veinte años y ya era una figura conocida en las tertulias madrileñas y en los cenáculos amorosos, publicando trabajos en revistas literarias y ocupando cargos directivos en el Ateneo, con una actitud dinámica y creativa a lo que unía una inagotable disposición para la escritura. Publicaciones como El Imparcial, La Esfera, Nuestro Tiempo, Revista Contemporánea, Blanco y Negro, La República de las Letras, La Ilustración Española e Hispanoamericana y otras similares, acogieron sus trabajos y también en varios de La Habana o Buenos Aires, en lo que fue una dedicación total y absorbente a la literatura. 

Inicialmente, Andrés González Blanco emprendió el camino de la crítica literaria que amplió con el ensayo, dedicándose a estudiar a las figuras más destacadas de la literatura española de comienzos del siglo XX, actividad en la que pronto destacó por su capacidad para el análisis con lo que, de paso, se ganó el respeto y la consideración de quienes entonces ocupaban los puestos de honor del ámbito literario. Había viajado a París como redactor de la revista España en busca de conocimientos literarios y experiencias sociales y de esa época procede su primer libro de crítica, Los contemporáneos (París, 1907), en que deja ver ya los principios básicos de su gran preparación literaria y los conceptos que le servirán para desarrollar posteriormente una destacada labor como estudioso de los géneros y de los autores, y ello le permitió entrar en contacto con todas las figuras del momento, desde Blasco Ibáñez a Juan Ramón Jiménez. Inquieto y bullidor, siempre buscando compañías de prestigio, incluso se llegó a insinuar que pudo ser el negro de alguno de ellos. Ejerció la crítica literaria con un espíritu de amplia comprensión, con agudeza y firmes criterios, opinando de modo generoso y sin mostrar acritud hacia los textos analizados, lo que sirvió para incrementar el respeto que se le tenía.

Con esa ambientación, era fácil que diera el paso a la creación literaria y lo hizo en 1908, publicando una novela corta, Un amor de provincia, que apareció en la serie El cuento semanal, una de aquellas preciosas colecciones de relatos que enriquecían las bibliotecas familiares y que hoy son fruta codiciada de los coleccionistas. A partir de entonces diversifica e intensifica su actividad a medida que va incrementándose su prestigio en los ambientes literarios madrileños y obtiene varios premios.

Como novelista, adoptó las normas y tendencias propias del naturalismo, que analizó elogiosamente en los grandes maestros y que él mismo aplicó a su estilo narrativo, incorporando detalladas descripciones de ambientes y situaciones sociales, sin desdeñar la incursión en un descarado (e inocente) erotismo que juzgaba elemento propio del relato costumbrista y que le permitió ofrecer una visión ciertamente nada complaciente del elemento femenino. En ese conjunto hay que mencionar especialmente una novela que en su momento produjo un extraordinario impacto, Un amor de provincia, en la que retrata su Cuenca natal bajo el nombre de Episcópolis y que bien podría ser considerada un trasunto menor de La Regenta, presencia y ambiente que continuará, cuatro años después, en Un drama en Episcópolis, formando ambas narraciones, aunque independientes entre sí, un corpus excepcional en el que la ciudad escondida bajo el nombre de Episcópolis toma forma física –«Engastada en un cerro, con hileras de casas escalonadas como graderías de un anfiteatro»– a la vez que ofrece una descripción en algunos momentos muy emotiva de los personajes que pululan por ella y que, desde la creación literaria, ayudan a perfilar el ambiente de la triste ciudad castellana. 

A Cuenca dedicó también algunos artículos periodísticos, alcanzando singular relieve el titulado Paralelo y Cuenca y Lisboa, que vio la luz en la gran revista de la época, La Esfera, y en el que traza un curioso e imaginativo paralelismo más simbólico que físico, entre dos ciudades tan aparentemente distanciadas.

Obra importante en el trabajo literario de González-Blanco es su único libro de poesía, Poemas de provincia, del que había publicado algunos poemas en distintas revistas, antes de recogerlos en este libro, del que se publicó una primera y solitaria edición en 1910, convirtiéndose desde entonces en una de esas piezas exóticas, mencionadas siempre pero inencontrables, suceso que con alguna frecuencia se produce en la literatura, hasta que fue reeditado por Andrés Trapiello, con un excelente artículo de introducción en el que explica la génesis de la obra y analiza su estructura poética y su contenido.

La obra de Andrés González Blanco está hoy totalmente olvidada, incluida su ciudad natal, que ahora deja pasar en silencio absoluto el centenario de su muerte, pero si alguno de mis lectores tiene curiosidad por conocerla, tiene a su disposición dos libros modernos de enorme utilidad. Uno, la ya citada edición crítica de Poemas de provincia, a cargo de Andrés Trapiello (1999); otro, la edición de las dos novelas dedicadas a Episcópolis, preparada por María del Carmen Utanda y Ángel Luis Mora (2003).