Cristian Casares, el último goliardo

José Luis Muñoz
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Cristian Casares, el último goliardo

Goliardo es un término que está claramente en desuso y cuando surge o alguien lo menciona no le falta algún contenido peyorativo (como, por otra parte, lo tienen también otros conceptos vinculados a la vida teatral, tal como farándula). Para no perder el hilo del relato diré aquí lo que se puede encontrar en cualquier diccionario: goliardo era el clérigo vagabundo que se veía obligado a trapichear entre el pueblo llano para encontrar formas de subsistir, o sea, de comer. Por extensión, también se llamó así a los estudiantes universitarios pobres que debían recurrir a variadas formas de la picaresca que les proporcionaran sustento y en esa necesidad encontraron, unos y otros, una vía eficasísima, a través del teatro, en sus más variadas formas, porque el arte escénico siempre ha sido muy generoso a la hora de ofrecer mecanismos para el jolgorio, el arte, la alegría y la generosidad.

Cristian Casares formó parte como actor del grupo teatral Los Goliardos, que bajo la dirección de Ángel Facio llevó a cabo una destacada tarea durante los últimos años de la dictadura franquista, trabajando en obras como Historias del desdichado Juan de Buenalma, de Lope de Rueda, por la que obtuvo el premio de interpretación en el festival universitario de Zagreb (1968) o La boda de los pequeños burgueses, de Bertold Brecht, cuyo estreno en Madrid causó una profunda impresión y que bien puede ser calificada como la irrupción en España del Teatro Independiente que habría de conmocionar las estructuras oficiales del régimen dictatorial.

Cristian Casares Fernández-Alves nació en el seno de una familia bien. Su abuelo, Julio Casares, fue un filólogo, lexicógrafo y crítico literario de enorme prestigio en su época, autor del no menos famoso Diccionario ideológico de la lengua española y su padre, el doctor Cristian Casares Koëhler, destacado especialista otorrino además de vicepresidente de la Diputación Provincial en los años finales de la década de los sesenta del siglo pasado, de manera que el ambiente en que se crio el que sería joven rebelde era propicio para hacer de él un hombre de provecho bien integrado en la sociedad conservadora y hacia ese objetivo se orientaron sus primeros pasos, que se torcieron cuando sintió la llamada imperiosa del teatro, al que se entregó en cuerpo y alma para llegar a ser actor de teatro, poeta, activista cultural y una de las personalidades de más apasionante interés de cuantas han surcado el territorio conquense en el siglo XX. Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense, jamás ejerció semejante título pero sí el que obtuvo en el conservatorio de Arte Dramático de Córdoba, que le sirvió para ser profesor interino de Verso en el Real Conservatorio de Música y Declamación de Madrid.  

Con ese bagaje subió a los escenarios, empezando con la Lisystrata, de Aristófanes, que dirigió José Luis Gómez, a la que siguieron otros muchos montajes teatrales y series televisivas, como El Pícaro, Médico de familia o Periodistas, pero en ese deambular por escenarios y estudios de rodaje se tropezó con la figura de Jorge Manrique y en ese mismo momento cayó en sus manos hasta el punto de olvidar (o marginar) todo lo demás para dedicarse, como un apóstol convencido de llevar a cabo una misión trascendental al que habría de ser el gran objetivo de su vida dando lugar a un montaje especial, El enamorado de la muerte, que empezó a pasear por escenarios de pueblos y ciudades, incluso de Europa desde que en 1974, impulsó su más extraordinaria y singular aportación al mundo del teatro, la formación de la compañía Cómicos del Carro, que pudo financiar al recibir una beca, con la que dio forma a un escenario ambulante diseñado por el escenógrafo Victor María Cortezo, que había trabajado con García Lorca en La Barraca quien, a pesar de que era ya octogenario, aceptó el encargo y preparó el diseño de la nueva carreta teatral. El estreno tuvo lugar en Sigüenza, con un espectáculo con obras cortas de Lope de Rueda, Miguel de Cervantes y Gil Vicente.

Durante dos años, el Carro recorrió los pueblos de Castilla, Extremadura y Andalucía. Más tarde, en 1979, promovió una nueva salida, al cumplirse el quinto centenario de la muerte de Jorge Manrique, para lo cual adaptó el montaje de El enamorado de la muerte, para adecuarlo a las características del escenario móvil, en el que participaron más de veinte jóvenes, procedentes en su mayoría de la Escuela de Magisterio, visitando más de 40 localidades de la provincia de Cuenca. «Y resultó una experiencia única encarnar al poeta y guerrero por las plazas, junto a las murallas y los castillos donde siglos antes había estado luchando o escribiendo sus famosas Coplas», decía Cristian Casares recordando aquella experiencia. 

Apasionado por la figura de Jorge Manrique, se entregó con el entusiasmo que era parte esencial de su personalidad a propagar al personaje caballeresco y poeta, que quiso envolver en un montaje entre cultural y turístico mediante la invención de El Triángulo Manriqueño, con el desarrollo de una ruta entre Castillo de Garcimuñoz, Santa María del Campo Rus y Uclés, que durante muchos años sirvió para estimular la alicaída vida cultural de la España interior con una propuesta en la que aunaba el turismo, la gastronomía, la literatura y el teatro. El propósito, mantenido con el esfuerzo casi solitario de Cristian Casares, se evaporó a su muerte, en 2002, cuando sólo tenía 56 años de edad. Durante los últimos meses, un grupo de antiguos actores de Cristian Casares quiere recuperar aquella hermosa iniciativa, poniendo en acción nuevamente el Carro, que se encuentra conservado en un almacén de Santa María del Campo Rus. La idea, entre utópica y revolucionaria, merece la mejor de las suertes y ojalá sea posible dar nueva forma a lo que siendo un sueño encontró raíces firmes en la realidad.

Como escritor, Cristian mostró una inicial orientación hacia la poesía, que luego no cultivó aunque bien podría decirse que todo, en su actitud general hacia la vida y el arte, estuvo señalado por un hálito poético. Dejó inéditos muchos versos que conocimos sus amigos y especialmente preparó un libro de hermoso título, Alfareros de nuestros propios sueños, que no consiguió editar, ante el desinterés de la institución que lo tuvo en sus manos. Personalmente recuerdo la experiencia estimulante de cada visita de Cristian Casares, cuando acudía a Cuenca a encontrarse con sus raíces y a contarnos, a quienes gustábamos escucharle, el relato de sus sueños.