No acostumbro a introducir en estos artículos experiencias ni alusiones personales, pero hoy toca hacer una excepción, porque del asunto que voy a hablar se algunas cosas y no hay más remedio que contarlas en primera persona o, si se quiere, en primera persona colectiva, porque no solo hablo de mí sino de un grupo de personas, no muy numeroso pero sí bastante compacto, que nos vimos inmersos, de buen grado y con encomiable entusiasmo en la singular aventura de poner en marcha un periódico, el mismo edificio que ahora recibe el Ayuntamiento como bonito regalo sin saber –y es cosa muy curiosa– qué hacer con él.
Diario de Cuenca nació a la vida el 4 de junio de 1942, día de Corpus Christi, con el título de Ofensiva, nombre muy combativo y apropiado para aquellos tiempos posbélicos que, cuando empezaron a languidecer, aconsejaron incorporar una nomenclatura más pacifista y se eligió otra más aséptica y, desde luego, nada comprometida. Ocurría esto a la altura del año 1962, en que las dos cabeceras convivían marcando la transición de una a otra y por fin el 1 de junio de 1963 quedó en solitario el título definitivo, acompañado, eso sí, del subtítulo de «Periódico provincial del Movimiento», que desapareció en 1966, quedando ya desde entonces sola la denominación principal.
El escenario físico era el que desde su implantación había sido la sede del periódico, en la que hoy llamamos Plaza de la Hispanidad, en un esquinazo de la Casa Caballer, casi dando pared con pared con la iglesia de San Esteban. En la planta baja estaban los talleres, que habían sido la imprenta de Ruiz de Lara hasta que fueron expropiados por la República y a continuación pasaron al nuevo régimen ganador de la guerra civil. Era una sola nave, ocupada por las ruidosas y encantadoras linotipias, dos máquinas planas para imprimir uno a uno los pliegos, y las cajas, donde varios habilidosos cajistas manipulaban con una rapidez increíble los tipos móviles para formar los títulos. Todo aquello era para mí, joven y recién llegado, un espectáculo maravilloso. En el primer piso estaban la redacción, la administración y el archivo, si es que se puede dar este título a lo que allí había. A esa redacción, a una mesa situada en una esquina, detrás de la puerta, llegué yo para estrenarme como periodista. El local era, por decirlo de una manera suave, cochambroso pero con un extraordinario ambiente decimonónico, ideal para reproducir en cualquier película de época y no solo por el espacio físico sino por el increíble espectáculo humano que allí se reproducía cada jornada.
Para nosotros fue un auténtico regalo, que nos llegó el día de San Julián de 1977, cuando estrenamos el nuevo edificio recién construido de nueva planta en la calle Astrana Marín, sobre un solar cedido por el Ayuntamiento que dirigía Andrés Moya López, con proyecto firmado por el arquitecto Miguel Ángel Ortí Robles. Era la primera vez que en la ya larga historia de la Prensa en Cuenca un periódico podía disponer de una auténtica sede propia e independiente, no subordinada ni compartida con otros intereses. La redacción tenía un espacio amplio y luminoso, con ventanales abiertos al exterior y un espacio acristalado, independiente, para el redactor jefe. Era una redacción ruidosa, con el constante teclear de las máquinas de escribir a todo ritmo, los teletipos tableteando sin parar, los teléfonos sonando de manera intermitente. Había fumadores enturbiando el aire con el humo de los cigarrillos. Nada que ver con las redacciones silenciosas y asépticas de hoy.
En la enterada estaba la cafetería, a cargo del incombustible Marcelino Valero, personaje curioso como pocos. Los talleres quedaban, como es cosa natural, en la planta baja y ahí la empresa no hizo ningún esfuerzo especial porque los medios técnicos seguían siendo deficientes y, desde luego, muy lejos de lo que debería corresponder a un periódico moderno, en una sociedad situada ya a las puertas de la revolución tecnológica que habría de traer consigo, en seguida, la informática y el offset. Nos trajeron una rotoplana viejísima, de tercera o cuarta mano, pero que al menos imprimía sobre bobinas de papel continuo y que tenía la notable particularidad de poder imprimir a dos tintas sus páginas nobles (primera, centrales y última). Novedad importante fue la implantación de un pequeño y artesanal taller de fotograbado que permitía garantizar la realización de planchas fotográficas para cada número.
La maquinaria se estropeó cuando estaba en plena faena de impresión del número del 31 de julio de ese mismo año. Apenas se habían impreso 300 ejemplares y el director tomó una decisión heroica: continuar el trabajo en la vieja rotoplana que aún seguía instalada en la calle Aguirre. Había un motivo muy especial para realizar ese esfuerzo (que los ejemplares maquinistas del periódico llevaron a cabo sin problemas): la noticia de ese día era la espectacular boda de José Luis Perales y Manuela Vargas, que había tenido lugar en la iglesia de San Pablo. Sería, sin duda –y lo fue– alimento muy apetecible para los lectores. De manera que, gracias a ese fortuito incidente, del periódico de ese día hay dos versiones, una de 300 ejemplares a dos tintas y el resto impreso solamente en negro.
Todo ello se quebró cuando por infausta e injusta decisión del gobierno socialista presidido por Felipe González, se decretó el cierre de la cadena estatal, poniendo en liquidación todas las cabeceras. Nadie pujó por la de Diario de Cuenca. De acuerdo con la pertinaz costumbre vigente en esta ciudad, todo el mundo se lavó las manos y si te he visto no me acuerdo. Se publicó el último número el 24 de abril de 1984, quedando el edificio en situación de abandono hasta que fue entregado, en condiciones ciertamente precarias, a la Facultad de Bellas Artes, cuyos estudiantes desarrollaron ampliamente su espíritu creativo con toda clase de expresiones artísticas que produjeron un notable deterioro de la instalación. Posteriormente se entregó al ministerio del Interior para situar en él la comisaría de policía, que ahora se traslada a un espacio que parece mejor acomodado para sus necesidades, con lo que no solo queda libre y disponible el edificio, sino que también podrá terminar el bochornoso espectáculo de ver cómo una calle peatonal está invadida de modo constante por coches que nunca debieron estar en ella.
De esta manera, el Ayuntamiento recupera la plena propiedad sobre este edificio. Es un bonito regalo que puede solventar alguna de las variadas carencias que tiene el consistorio en materia de locales. Pero dicen que aún no han pensado qué hacer con él. Maravilloso.
(En la foto de Pinós, el cajista Arsenio Lara explica a alumnos del instituto Fernando Zóbel cómo se manejaban los tipos móviles para hacer los títulos).