El 9-J, una hora después de que cerrasen los colegios electorales, en Ferraz se vivía un ambiente que rozaba la euforia. Sin conocerse aún el escrutinio, los socialistas olfateaban un empate con el PP. «Aquí hay ilusión, en Génova creo que mucho miedo», se atrevió a decir la portavoz, Esther Peña.
A medianoche, el triunfo del PP era patente: los de Feijóo ganaron en 13 de las 17 comunidades autónomas y en Ceuta y Melilla; el PSOE sólo en Cataluña y en Canarias por la mínima. Incluso, los populares se apuntaron el tanto psicológico de haber vencido por primera vez en unas elecciones europeas en Andalucía.
Sin embargo, el socialismo (al menos el núcleo duro) prefirió eludir la crítica. El partido celebró haber torcido a las encuestas, que le llegaron a otorgar una brecha de casi 10 puntos respecto a los populares. También el haber resistido al colapso casi general del resto de partidos socialdemócratas comunitarios. «Somos el referente socialdemócrata de Europa y el mundo», llegó a ufanarse Peña.
La portavoz sostuvo que el PSOE se había quedado a solo dos escaños del objetivo que se plantearon, ganar las elecciones, mientras que el PP pretendía «tumbar y arrasar al Gobierno progresista».
Rememorando a Felipe González en su primera derrota ante Aznar, los fieles de Sánchez aseguraron en todos los corrillos políticos que «les había faltado una semana» para conseguir su objetivo de darle la vuelta a los sondeos y ponerse a la par de los conservadores.
Con el cierre de filas, también buscaron desactivar cualquier espejismo de adelanto electoral, pese a la insistencia del PP en este sentido. En la cúpula insisten en que el ciclo de las urnas está cerrado, pero esa sombra es alargada.
En el PSOE prefieren hablar de abrir una «reflexión sosegada» para volver a recuperar la vocación de partido mayoritario, dilapidada tras las últimas citas.