Carlos Arniches, el hijo del sainetero, encabezó en 1949 la reforma que impulsó definitivamente el Café Gijón. Los nuevos espejos reflejaban ya a la flor y nata de la intelectualidad española. Por entonces, Fernando Fernán Gómez creó el premio de novela corta Café Gijón, aún vigente. Frecuentaban las mesas César González Ruano, Severo Ochoa o Manuel Alexander, nombres imprescindibles del fotomatón de la cultura española del siglo XX. Al mismo tiempo, nacía en Las Ventas con Peña Aguilera (Toledo) Amador Núñez, un niño de posguerra abandonado por su padre y al cargo de las cabras desde los cuatro años.
«Mi mayor desgracia fue no ir al colegio. Mi universidad ha sido la vida», afirma a este diario días después de la reciente donación de sus composiciones poéticas a su pueblo natal. Una frase recurrente entre los españoles que trabajaron desde niños para remontar la pobreza.
La madre de Amador, sola y con otra hija, se emparejó con un cabrero del pueblo. Y el niño pasaba calamidades ayudando a su padrastro en el campo, primero con las cabras y luego con las ovejas en Los Montes de Toledo.
Con los años aunque todavía un mocoso, Amador crecía en la finca 'El Castañar' del Conde de Mayalde, quien le daba unas monedas por cada lagarto, culebra o urraca cazados en el término de Mazarambroz. Otro campesino lo instruyó en las cuatro reglas. Y el zagal compraba ya sus primeros libros para corregir su analfabetismo. «Yo no quería ser pastor, quería ser como los chóferes que llevaban a los señoritos», recuerda de su estadía en la finca 'La Higueruela', entre Pulgar y Layos.
La llegada a Madrid. Con 17 años, abandonó Los Montes de Toledo y se mudó a Madrid por intercesión de un tío suyo. «Se me caían las bellotas», bromea por esa transición del campo a la gran ciudad. Entró de mozo de comedor en un colegio mayor y trabajó de pinche de cocina en Cercedilla. Llegó un carrusel de restaurantes hasta el año 1970. Entonces se incorporó a la plantilla del Gran Café Gijón como jefe de cocina. Y entre los fogones pasó 45 años. Y entre los fogones conoció a pintores, poetas y actores.
Paco Rabal, Manuel Vicent, José Luis Coll, Santiago Carrillo, Manolo Escobar, Francisco García Pavón o Antonio Bienvenida frecuentaban como unos más de la plantilla las mesas del Gijón. O Francisco Umbral, quien retrató aquellas tertulias míticas de la cultura española. A todos ellos conoció Amador, fascinado también con Alfonso 'El cerillero', un compañero de trabajo que tuteaba a las élites españolas.
Pero el Café Gijón supuso también curro. Mucho curro entre platos de venao, bacalao al pil pil o una receta propia de merluza que aromatizaba el Gijón. Jornadas partidas que ocupaban casi todo el día: mañana, tarde y noche. Amador leía en esos pocos ratos libres. «Me trataron bien», resume sobre ese largo cordón de unión con el café madrileño.
En 2015, tras 45 años de servicio en el Café Gijón, se quitó el delantal. Y se apuntó a clases para progresar en la educación reglada. Y empezó a escribir y a escribir. Y a componer poemas como el incluido en 'El libro del Café Gijón', editado por el propio salón en 2006 por los 400 años de Don Quijote. Años después, participó también en un homenaje por el centenario de Miguel Hernández con otro poema propio.
El cariño a su pueblo. Las mismas calamidades arrastraron Amador y Miguel en el campo con el ganado. «A pesar de las penas y la miseria que pasé, quiero a mi pueblo con toda mi alma», recalca. Tanto, que el 1 de mayo regresó para donar dos ejemplares de sus poemarios. Ahora, con 78 años, la lectura, la composición y la bicicleta ocupan su vida junto a su esposa.
Ese niño que cuidaba de las cabras con cuatro años ha visto compensado su esfuerzo con la formación sobresaliente de sus hijos. Con la tranquilidad del deber cumplido, Amador envejece entre Leganés y largas estancias en Las Ventas con Peña Aguilera, el pueblo que le enseñó a luchar por la vida.
«Nuestra enhorabuena por tus preciosos poemas, que tienen una sensibilidad especial y mucho mérito. Muchas gracias por tu aportación a la biblioteca», le reconocen sus paisanos por esas dos huellas donadas de su largo paso por el mundo.
Precisamente, su pueblo protagoniza una porción de sus composiciones. Que si la iglesia, que si el cementerio concurren en unos poemas dedicados también a sus paisanos. Cada uno de esos personajes que entusiasmaban a Amador de chavalín ocupan sus muestras de creatividad. Porque Amador dedica las tardes a leer y a escribir, en una suerte de remontada de una niñez sin escuela.