Asombra ver cómo bajo la piel de aquel Franz Kafka, modesto empleado en la Arbeiter-Unfall-Versicherugs-Anstalt, entidad semiestatal que aseguraba contra accidentes de trabajo, subyacía uno de los grandes escritores de todas las épocas. Sentado cada noche frente a su escritorio, escribía relato tras relato, página tras página, desarrollando un universo agónico, extraño, en el que algo chirriaba desde el principio o en un momento determinado, lanzando la acción por unos derroteros inesperados, como ocurre en esas pesadillas que de cuando en cuando soportamos y que nos despiertan algunas noches aterrados.
Su extraordinaria sensibilidad, como en el caso de Proust, tuvo mucho que ver sin duda en aquel hombre singular, amigo de sus amigos, pero receloso con las mujeres, hasta el punto de pensar que el matrimonio era incompatible con la modalidad de vida que le exigía su vocación, tal y como podemos apreciar en la abundante correspondencia con Felice Bauer, con Milena Jesenska o con Dora Diamant.
El mundo de Kafka rebosa de contradicciones, de escrúpulos, de dudas; de ahí su modernidad. La pérdida de Dios supone la duda permanente, el exceso de lucidez. "Cuanto más lúcido, más desesperado", dirá Ionesco cincuenta años después, cuando dos generaciones de expresionistas, dadaístas, surrealistas y, en pleno existencialismo, se vea al autor de El proceso, El castillo y La metamorfosis como uno de los grandes precursores del hombre moderno. Nada extraño, pues, que la jauría nazi viera en la obra de aquel "degenerado" un peligro público. Como a nadie puede extrañar que, concluida la Segunda Guerra Mundial y enterrado el cuerpo de Hitler, su obra alcanzara su máxima valoración en la segunda parte del siglo XX, en tanto que su mundo, absurdo, laberíntico y claustrofóbico, en suma kafkiano, venga siendo objeto de continuos debates y estudios sobre cuál puede ser el significado real de esas pesadillas que acaecen en un mundo que transcurre en la fina línea que separa la realidad del sueño.
Hoy día, su nombre y su obra dominan la literatura moderna. Lo que encontramos en su obra son sencillamente reflejos de los diversos aspectos de nuestra existencia atormentada, interpretados por un artista que tenía una idea muy alta de su función: "La misión del escritor consiste en llevar lo que es aislado y mortal hasta la vida infinita, en transformar lo casual en algo conforme a la ley".
El mundo creado por Kafka se halla como habitado por interrogaciones fundamentales. Pero Kafka no da respuesta a los enigmas que plantea. Tiende una inmensa duda sobre todas las actividades humanas y sobre la realidad misma de la vida. Sobresale entre todos, como dijera su amigo Max Brod, "en apuntar hacia la luz escondida".
Él mismo explicó el atractivo que ejerce: "Me hallo separado de todo por un espacio a cuyas fronteras no puedo llegar". Es este espacio, esta indecisión esencial, lo que hace presente en cuanto escribe; como si tuviera la capacidad de establecer, entre lo que es y lo que parece ser, esa distancia en la que se resumiría el secreto que anida en el corazón de la inquietud humana.
La singularidad que se advierte en sus novelas y relatos es tanto más sensible cuanto que lo fantástico, lo inexplicado y lo inexplicable están presentes en ellos dentro del contexto de la vida corriente. Cierta ironía discreta, pero presente siempre, viene a añadirse al sinsabor que se experimenta en la lectura de estas historias, que muy a menudo no tienen comienzo ni fin, y que se prestan a cualquier tipo de interpretaciones.