"Si el presidente te llama a Moncloa, pues se va". Esta frase, de la aún vicepresidenta primera del Gobierno, Nadia Calviño, más dirigida a Núñez Feijóo que a la ciudadanía, refleja muy bien algunos de los vicios que aquejan a nuestra política nacional: un cierto autoritarismo, poco dialogante, por parte de un Ejecutivo que no entiende, ni quiere entenderla, la labor de la oposición. Eso, por un lado; pero, por el otro, las reticencias mostradas por el presidente del Partido Popular a la hora de aceptar la invitación que, al fin, recibe desde La Moncloa muestran también que desde la oposición se mantienen los viejos clichés de confrontación por la confrontación. Creo que difícilmente perdonará la opinión pública que la 'cumbre' entre los dos políticos más relevantes del país, el jefe del Gobierno y el de la oposición, acabe sin resultados tangibles o, peor aún, que no llegase a celebrarse.
Parece mentira, en primer lugar, que sea noticia -no lo sería en ningún país europeo, donde estos encuentros son cosa frecuente- que el primer ministro y el líder de la oposición se vean y se hablen con normalidad. En segundo término, que haya 'cumbre' no significa que uno hable y el otro acepte sumisamente lo que diga el primero. Ya contemplamos suficientes actos de prepotencia procedentes de Waterloo y de su 'enviada especial' al Congreso de los Diputados como para que se repitan por parte de los dos partidos que sustentan -no muy eficazmente, por cierto- a nivel nacional el entramado político del país.
Por supuesto, nadie puede erigirse en portavoz de la nación, desde luego no los periodistas y ni siquiera los hacedores de encuestas a las que tanta relevancia otorgamos. Pero sí está claro que la gente-de-la-calle reclama un entendimiento en cuestiones clave, una mano tendida desde el Gobierno y una crítica razonable y razonada de la oposición a cuantas cosas están suponiendo un peligro para las formas democráticas por parte del Ejecutivo: contrataciones masivas y sin control de asesores, gasto disparado en publicidades no siempre justificadas, escaso respeto a la normativa y a la legislación vigente, transparencia cero... La lista podría ser muy larga, y merecería un largo encuentro, en el que se hablase muy sincera y respetuosamente, entre los dos políticos. No como en las tan inútiles sesiones de control parlamentario al Ejecutivo, marco para las descalificaciones, para el diálogo de besugos y para los silencios, envueltos, eso sí, en muchas palabras huecas y en aún más aplausos pelotas. El miércoles volveremos, me temo, a comprobarlo.
Lo fundamental sería que ambos comprendiesen que los cauces políticos han cambiado, como tantas otras cosas en España, en Europa y en el mundo. Que Gobierno y oposición tienen papeles específicos, tasados, que cumplir. Que uno no puede anclarse en hacer lo que le dé la gana y el otro en la mera crítica sin soluciones. Que el duelo a garrotazos, porque sí, no puede mantenerse, ni tampoco las maniobras orquestales en la oscuridad, como la urdida en Pamplona. Que la descalificación por principio nada positivo genera ni aprovecha al bienestar y avance de la ciudadanía y del país. Que se gobierna para el individuo y, al tiempo, para el conjunto de los españoles, no para el aprovechamiento del gobernante. Ni de la llamada clase política en general.
No, no se puede despachar en una hora todo el temario atascado en un país que no en vano se ha calificado como las dos, o tres, Españas. Si nuestras formaciones políticas, todo el día a la greña, no han entendido aún que lo que España y sus cuarenta y ocho millones de habitantes les piden es algo muy diferente a lo actual, es que no habrán entendido nada, y muy justificada estaría una reacción de abandono, de distanciamiento y de desdén, al menos, por parte de una sociedad civil que ha de recuperar su voz, sus funciones y su poder, pero está harta de sentirse abandonada y manipulada.
Es mucha la tarea que un país en proceso de modernización y superación democrática tiene ante sí. Y estos dos hombres -luego ya hablaremos de las citas clandestinas con Puigdemont, con Aragonés, con Otegi o con el 'sursum corda', sursuncorda, en versión castellanizada y popularizada- tienen la mayor responsabilidad, el que gobierna más que el otro, claro, para que la bronca patria amaine y para que empecemos, de una vez, que ya va siendo muy tarde, a enderezar este carajal político al que ya vamos, ay, acostumbrándonos.