Diez años después de que alcanzara la secretaría general del PSOE, cinco de gobierno y uno tras las elecciones del 23J, casi el 60 por ciento de los españoles -incluidos muchos votantes del PSOE- desconfía de Pedro Sánchez, cree que el clima político se ha deteriorado y suspende la gestión del gobierno y de todos los ministros, muchos de los cuales no han pasado de la categoría de desconocidos y de gestores ineficaces. Justo cuando el presidente está, por un lado, en las manos de Puigdemont -que ha tumbado el techo de gasto y de déficit, y, por tanto, los Presupuestos Generales del Estado de 2025, después de tener que prorrogar las del 23- y de ERC, que ya casi ha conseguido romper la Hacienda nacional y naturaliza a la desigualdad y la insolidaridad entre territorios. Y, por otro, en puertas de comparecer ante el juez por un asunto que parece menor -nada estético, nada ético, nada transparente, pero tal vez no delictivo- pero que puede acabar mal.
Sánchez es un presidente acorralado por sus problemas, por su debilidad, por las exigencias crecientes e inaceptables de sus socios y por la realidad. El presidente y su cohorte han elogiado repetidamente "el patriotismo" de ERC, de Junts o de Bildu y han hecho legal, con la complicidad de la Fiscalía y del Tribunal Constitucional, que se pueda desviar dinero público para crear una república independiente y corrupta sin que nada de eso sea delito. Sólo la economía, la macroeconomía, las grandes cifras van bien, porque curiosamente, este Gobierno "de progreso" ha conseguido que a unos pocos, los más ricos y poderosos, les vaya mejor que nunca y que, sin embargo, crezca la pobreza extrema y la desigualdad de forma exponencial, a pesar de las múltiples ayudas, subidas del salario mínimo y subvenciones que han aprobado y que, en muchos casos, han sido incapaces ni siquiera de gestionar adecuadamente. Ni la vivienda ni la inmigración ni la sanidad ni la educación ni el empleo de calidad están mejor que hace cinco años pese al aumento de la recaudación fiscal.
Hay cuatro categorías de ministros: los que ejecutan, jalean las órdenes y dan la cara -Montero, Bolaños, Puente, Alegría, Albares, Marlaska-; los que son del Gobierno y estorban lo que pueden pero no se enteran de nada -Yolanda Díaz, Bustinduy, Urtasun, Mónica García-; los que trabajan con cierta independencia y con el compromiso político básico -Ribera, Cuerpo, Robles, Hereu, Planas, Escrivá-; y los que ni están ni se les espera -Morant, Rodríguez, Rego, Saiz, Torres y Redondo-. Es evidente que Sánchez es el peor presidente de la democracia, compartiendo este privilegio con Zapatero, con quien empezó la degeneración democrática. Pero la responsabilidad última no es de Sánchez ni siquiera de la tropa con la que hoy gobierna, sino del partido que le sostiene.
¿Quién representa hoy al PSOE? Sólo Sánchez que ha acabado con todas las voces discrepantes. Felipe González y Guerra son "dos viejos carcamales". Illa es un adlátere de Sánchez que desaparecerá del mapa si no logra gobernar en Cataluña entregado a los independentistas. Page clama en el desierto y Fernández Vara no existe ya. A Lobato, una voz un poco más libre, se lo quieren cargar. Barbón no sale de Asturias y Chivite está en las manos de Bildu. Algunos hablan de resucitar textualmente a Manuel Chaves, condenado por los ERE, aunque absuelto en buena medida por el TC. ¿Dónde están hoy los socialistas? ¿Por qué callan sus dirigentes y sus militantes ante un secretario general que no se habla con la oposición ni con los presidentes autonómicos que no son de su partido, pero que tampoco escucha a los suyos? ¿O es que los suyos callan, cómplices del deterioro institucional, de la cesión y la entrega del Estado a quienes sostienen en el Gobierno a Pedro Sánchez? El problema no es Sánchez sino un PSOE destruido, sin democracia interna, sin agallas y, si sigue así, sin futuro.