San Julián, el segundo obispo de la diócesis de Cuenca, sucedió en 1198 a D. Juan Yáñez. Su pontificado se prolongó diez años, hasta su muerte en 1208. Las fuentes históricas apenas ofrecen información sobre de la vida del santo previa a su llegada a Cuenca. Su firma estampada en un documento de compraventa de una finca en Azaña atestigua que, en julio de 1197 servía a la Iglesia como arcediano de Calatrava. Su nombre completo era el de Julián Ben Tauro, Julián hijo de Tauro, un apellido que denota una ascendencia mozárabe, por lo que algunos historiadores mantienen su origen toledano, aunque la tradición siempre haya situado su nacimiento en la ciudad de Burgos.
Su preparación práctica para desempeñar el ministerio episcopal, la desarrolló como arcediano de Calatrava, una tierra fronteriza con innumerables conflictos, todavía en zona árabe, que le exigiría tratar con los naturales de la comarca, conocer su lengua y costumbres. El arcedianato era una responsabilidad eclesiástica relevante, con atribuciones cuasi-episcopales, encomendada por el obispo a clérigos de máxima confianza. Sin duda, la valoración positiva de la labor desempeñada por San Julián en este cometido influiría en su posterior designación como obispo de Cuenca, ya que los monarcas, con gran sentido político y práctico, proponían entre los miembros de la jerarquía eclesiástica a los más capacitados, a personas de fidelidad inquebrantable, con la formación e inteligencia suficientes para auxiliarlos en la articulación social y política de los nuevos territorios incorporados a la Corona.
Durante el pontificado del segundo obispo de la diócesis de Cuenca, el rey Alfonso VIII confirmaría las donaciones que había otorgado a su antecesor en la sede episcopal, la villa de Huerta, los castillos de Monteagudo y Paracuellos con sus salinas, a los que después añadiría la villa de Pareja y Casasana. Las rentas generadas por estos bienes y otros pertenecientes a la denominada mesa episcopal, sufragarían los gastos del prelado, sus limosnas, así como el inicio de las obras de construcción de la catedral. De la generosidad de la mesa episcopal se beneficiaría también el cabildo conquense en varias ocasiones: en 1202 recibiría una heredad en Huete, y en 1207 le cedería la mitad de las posesiones que el obispado tenía en Cañete.
En lo referido a la configuración diocesana, correspondió a Don Julián la tarea de ir esbozando las líneas maestras para la configuración de la nueva demarcación espiritual, como la creación y ubicación de nuevas parroquias o la financiación de la economía diocesana, fijando las normas para distribuir aquellas rentas que por diferentes vías le eran entregadas, y tratando de asegurar que los clérigos dispusieran de los bienes precisos tanto para la pervivencia del culto en sus parroquias, como lo suficiente para su propio sustento.
En 1201 promulgó un estatuto capitular destinado al cabildo conquense. Un documento de suma importancia histórica, al ser el primero por el que se rigieron los canónigos conquenses. Se custodia en el Archivo Diocesano, y se cierra con la única firma autógrafa del santo conservada en Cuenca, lacrada con su sello de cera original. En ese mismo año, el obispo donaba la finca toledana de Azaña, adquirida en 1197, a los sacerdotes capitulares toledanos con el compromiso de que se celebrasen misas en sufragio de su alma, una vez hubiera fallecido. Además, promovería una serie de acuerdos entre el cabildo y el concejo de la ciudad de Cuenca, así como entre el mismo cabildo y los clérigos de la ciudad y sus aldeas, tratando de suavizar el dominio excesivo que los canónigos ejercían sobre éstos. Estas iniciativas, nos inclinan a pensar en San Julián como un excelente administrador diocesano, en un gestor ecuánime, eficaz y diligente.
Es fácil intuir la gran y complicada tarea pastoral y de gobierno que aguardaba a San Julián, levantando nuevos templos y creando parroquias en los lugares recién conquistados, en los que paulatinamente se irían avecindando los cristianos repobladores. Todo apunta a que serían frecuentes los viajes a distintas localidades acompañado de algunos canónigos. Estos trabajos se acrecentarían con el inicio de las obras de construcción de la iglesia catedral, la iglesia-matriz de la diócesis, todavía en pie, y una de las señas de identidad de la ciudad. Por encima de estas tareas, la predicación y el ejercicio de su amor a Dios, manifestado en su oración y atención a los pobres, tal y como queda plasmado en la temática de numerosas obras artísticas dedicadas a su figura. Aún le quedaba tiempo al santo para retirarse con su fiel Lesmes a confeccionar las cestillas de mimbre, y que dentro del álbum de imágenes del santo prelado representan su atributo iconográfico más propio y exclusivo.
En este pequeño lienzo contenido en la predela del retablo atribuido a Martín Gómez El Viejo, que se encuentra en la antesala de la Sala Capitular de la catedral, puede verse a San Julián, acompañado por un jovencísimo Lesmes, dedicándose a esta tarea, ataviado con sus ropajes episcopales, una escena singular dentro de la iconografía que recrea al "San Julián cestero" ya que, casi siempre, cuando se le imagina realizando esta labor, suele aparecer vestido con un sencillo traje talar y sin la mitra.