Un soporte de firme roca para un ligero arte abstracto

José Luis Muñoz
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Un soporte de firme roca para un ligero arte abstracto

Supongo que estos días se están multiplicando artículos y comentarios en torno a la figura de Fernando Zóbel. Es normal: se acaban de cumplir cien años desde la fecha de su nacimiento, el 27 de agosto de 1924 y cuando esas cosas ocurren hay una tendencia generalizada a emitir opiniones, generalmente laudatorias y más aún en un caso como éste en que, realmente, todo lo que se diga debe ir orientado necesariamente a valorar la vida y la obra de una persona que hizo todo lo posible (y no era consciente: lo hacía de modo natural) por ser correcto, educado, amable y socialmente activo. Lo sabemos bien en esta ciudad y de manera muy especial en el casco antiguo, en el que fue un vecino ejemplar, uno más del barrio, en el que vivía de modo habitual, donde tenía su estudio de trabajo y donde, finalmente, sus restos reposan en un recoleto rincón del cementerio de San Isidro.

Cuando uno se plantea escribir sobre una circunstancia como la que anima este artículo aspira a decir algo que merezca la pena, sea original, aporte ideas nuevas y, en definitiva, resulte interesante, y eso, ciertamente, es bastante difícil de conseguir porque lo normal es caer en lugares comunes, repetir cosas ya dichas y sabidas, entrar en el terreno donde se asientan los tópicos y no son pocos los que han acompañado la trayectoria vital de Fernando Zóbel, empezando por la curiosa manía de calificarlo como pintor filipino o hispano-filipino, una atribución que él siempre rechazó, afirmando con total solvencia que era un pintor español, aunque el destino le hiciera nacer en Filipinas. Y hay, además, docenas de anécdotas que, de tanto repetirlas, ya nos las sabemos de memoria y por eso es totalmente innecesario que yo las traiga aquí y ahora. Prefiero dejar que la memoria, a veces traicionera quizá, retroceda en el tiempo y haga un pequeño esfuerzo para revivir un tiempo de la vida de Cuenca que tuvo unos matices ciertamente muy especiales. 

No estuve en el acto de apertura del Museo de Arte Abstracto Español pero sí subí al día siguiente para empezar a experimentar lo que era primero estupor, luego sorpresa y finalmente admiración y eso mismo empezó a hacer una buena mayoría de ciudadanos conquenses que asumieron como un ritual periódico subir a las Casas Colgadas, para dejarse envolver por aquella extraordinaria combinación de paredes blanquísimas, techos enmaderados y sorprendentes imágenes que nos transmitían el descubrimiento de algo totalmente nuevo, inesperado, turbador en ocasiones, un arte atrevido y modernísimo del que sólo los entendidos habían oído hablar pero que cayó a plomo en esta ciudad y la atrapó de manera absoluta, haciéndose una con ella. Y es conveniente decir que aquella propuesta atrevida, innovadora, que parecía contradecir el carácter de la tantas veces vituperada ciudad levítica, tradicional, inmovilista, fue asumida por la ciudadanía conquense con una normalidad admirable, admitiéndola de inmediato como cosa propia, de la que se podía blasonar y enseñar con orgullo a los forasteros. No recuerdo de aquellos días que ni un sólo conquense, individual o entidad colectiva, expresara algún modo de desagrado hacia el Museo que acababa de nacer y tampoco recuerdo que nadie hiciera comentario alguno, burlón o crítico, hacia una forma de entender el arte que parecía un juego informal de rayas y colores más que la expresión de formas concretas.

Lo decía bien Federico Muelas, en carta abierta publicada en el periódico y dirigida a Fernando Zóbel, tras la apertura: «Tu Museo nos estimula a mirar en torno, a escudriñarlo todo, a calibrar calidades en los contornos inmediatos, grandes y chicos; a decirnos que las razones para enamorarse de esta tierra son infinitas». Y esa cómoda aceptación de lo que acababa de llegar encontró un ambiente favorable incluso en quienes podría creerse que eran los enemigos, los artistas figurativos ya consagrados, con Víctor de la Vega como pontífice máximo y sin embargo no ocurrió tal cosa, sino la contraria, porque aquí todo el mundo del arte vivió en paz y concordia, compartiendo ideas, respetando las formas de hacer de cada uno y sintiéndose todos implicados en la vorágine de un tiempo único.

En el centro de todo eso estaba la figura de Fernando Zóbel, caído en Cuenca como si llegara del cielo, traído de la mano por Gustavo Torner y afincado aquí para siempre. Fue una persona que, sin alardear de nada, pasó a formar parte del paisaje humano de la ciudad: paseaba por sus calles, compraba en sus tiendas, hablaba con las gentes, salía en una procesión de Semana Santa y conocía a todo el mundo por su nombre y circunstancia. Financiaba el club de fútbol infantil del casco antiguo y fotografiaba todo lo que se movía por la Plaza Mayor. Y lo hacía desde una calidad vitalista que nunca se manifestaba con superioridad, a pesar de que todos sabíamos que lo era. Entre las muchas experiencias personales que he podido ya acumular a lo largo de mi vida, una de las más extraordinarias procede de una tarde en el estudio de Zóbel, en la calle Pilares, a donde yo había ido no se a qué, seguramente a hacerle una entrevista y donde él estaba trabajando, dando forma a uno de los cuadros que luego integrarían la serie dedicada al río Júcar y allí mismo, con toda tranquilidad, me fue explicando todos los pasos que daba para, desde el origen, la imagen real del río, ir extrayendo las esencias del paisaje para dar lugar a un cuadro abstracto. Y yo, que no se pintar ni la o con un canuto, estaba fascinado, oyendo aquellas explicaciones y viendo como en el lienzo iban surgiendo esas líneas hermosísimas que finalmente constituyen una serie imprescindible para, desde la abstracción, comprender la belleza de nuestro río.

Haber conocido y hablado con Fernando Zóbel es una experiencia vital en sí misma, inolvidable. Todo lo que se diga o pueda decir, estos días o en cualquier otro momento, sobre la importancia que para Cuenca tuvo aquella súbita aparición, es poco, se queda pálido. La trascendencia de aquel suceso se sigue valorando muchas décadas después y seguramente encontrará en el futuro nuevos argumentos. Él, con su idea de instalar aquí su colección privada de arte abstracto, la que había ido formando a través del proceso de comprar obra a sus compañeros de generación, dio a Cuenca un regalo que no se puede medir y calibrar en datos concretos y materiales. De forma asombrosa, premonitoria, Camilo José Cela lo había predicho en un artículo memorable, publicado en 1949, Cuenca abstracta, la de la piedra gentil, cuando aquí nadie sabía que era eso del arte abstracto. Zóbel lo trajo y lo implantó en el corazón mismo del poderoso, incluso arisco roquedo formado por milenarios pedruscos de sólida consistencia. Y así empezó a ser lo que hoy es. A su amparo, llegaron a Cuenca y estuvieron aquí temporadas casi todos aquellos artistas. Lo hicieron para estar todos juntos el día de la inauguración del Museo y esa es la imagen, en verdad memorable, que he traído hoy aquí, para ilustrar este comentario. En el centro, en primera fila, está Fernando Zóbel. Ahora hubiera cumplido cien años.