La imagen de un chaval o una pareja de ellos, con su hatillo al hombro donde portan los trastos para torear, caminando por el estrecho arcén de una carretera secundaria de la piel de toro buscando una ganadería donde se celebre un tentadero y permitan hacer tapia o camino de un pueblo en fiestas con su capea correspondiente queda ya como una estampa añeja, en blanco y negro, de una España que, al menos en la forma y en la estética, ya no existe. Como tampoco apenas existen ya, castigados en este caso por una ley ante la que se rebelan, los espectáculos cómico-taurinos que en décadas anteriores sirvieron de colofón a tantas y tantas ferias, y que, en muchas ocasiones, salvaron la taquilla de la empresa tras un abono que no había funcionado tan bien como se esperaba.
El hilo que une esas dos estampas de otra época es, precisamente, el sueño infantil de un niño que quiere ser matador de toros. Y es que en esos festejos cómico-taurinos se veía a aspirantes a toreros en lo que se llamaba la parte seria. Antonio Chenel, Antoñete; Paco Ojeda; José María Manzanares, Juan Antonio Ruiz, Espartaco; José Ortega Cano; Dámaso González o Emilio Muñoz, fueron algunos de los grandiosos maestros que en sus inicios llegaron a hacer el paseíllo acompañando, por ejemplo, al Bombero Torero y sus Enanitos Toreros, que era el espectáculo de este tipo que contaba con más éxito entre el público.
Aunque en la forma, en la estética, aquella España no exista como tal, el fondo pervive, porque aún hay críos que no quieren ser Kylian Mbappé, Rafa Nadal o Bad Bunny, sino que aspiran a tomarle el relevo a Manzanares, Emilio de Justo o, sobre todo, Andrés Roca Rey. Es verdad que, como decíamos, ya no van con su hatillo por el campo bravo buscando una oportunidad, ni aprovechan la capea festiva de agosto de cualquier localidad para probar suerte ante las astas de un toro (ojo, que siguen quedando maletillas que aún demuestran así sus condiciones), y tampoco se unen al Bombero y sus Enanitos, entre otras cuestiones porque el Bombero tuvo que echar el cierre al espectáculo.
Los tiempos cambian y ahora aquellos sueños infantiles se canalizan en su mayoría en las Escuelas Taurinas que se reparten por todo el país. Unos centros donde no solo se forjan toreros, sino también personas porque el toreo -volvemos a hablar de cosas que, por desgracia, suenan a pasado- ha sido siempre un mundo pleno de valores y principios inquebrantables como la lealtad, el respeto, el sacrificio, el esfuerzo, la disciplina, la humildad, la ilusión, el compañerismo o la perseverancia.
Además del desarrollo personal y de la parte más teórica de la Fiesta -su Historia, las suertes o las características de cada encaste-, la parte fundamental de la Escuela es, evidentemente, la formación práctica de los alumnos, es decir, las bases técnicas para ejecutar los lances del toreo que luego cada cual adaptará a su personalidad y su manera de sentir este arte. Durante algunos años, cuando estas instituciones tomaron auge, muchos aficionados renegaban de los chavales que salían de ellas porque, decían, se veían como fotocopias, sin personalidad propia. Se añoraban a los toreros hechos a sí mismos en la dureza de las capeas o las tapias.
Sin embargo, más allá de esa discrepancia, hay que reconocer que las Escuelas, entre otras cuestiones, permiten a los aspirantes a toreros tener acceso a lo que de verdad marcará si continúan o no, el propio animal. A través de las clases prácticas, los bolsines, los certámenes de becerristas o de novilleros sin picadores, los chavales se miden con los animales para convencerse de que su destino está entre capotes y trajes de luces. O para convencerse de lo contrario, que también los hay. «Llegar a ser figura en el toreo es casi un milagro», sentencia una frase que preside la Escuela Taurina de Madrid. Un aviso para navegantes que continua en letra más pequeña «Pero al que llega, podrá el toro quitarle la vida, la gloria, jamás».
Vivimos en un momento donde, por fin, afloran las oportunidades para esos nombres que marcarán el futuro de la Tauromaquia, que siempre han sido el eslabón más débil de la cadena, olvidados de las grandes ferias y las grandes plazas. Un olvido injustificable pues condenaba al toreo que ahora vuelve a sentir a los jóvenes tanto en los tendidos como en el ruedo.